lunes, 22 de noviembre de 2010

Fragmentos de Juan IV

Junio de 1991

Juan miraba por la ventana del bar, mientras hacía girar la tacita de café con una mano, como cuando estaba nervioso, impaciente, incómodo o le daba vueltas a algún asunto. Martín se lo había señalado una vez, divertido: si no era la tacita, era un vaso, un encendedor, un cenicero o un paquete de puchos. Pero siempre hacía girar algo sobre la mesa. Lo hacía con la misma mano con la que sostenía el cigarrillo, bien cerca de los nudillos, apretado entre los dedos. Eso también lo hacía cuando estaba así: sin darse cuenta, dejaba de sostener el cigarrillo y pasaba a colocárselo de esa forma que le permitía mover la mano, sostener algo, girar una página sin que se le cayera. Y llenaba todo de cenizas.

Juan los miraba pasar, uno tras otro. Eran un oleaje que rompía contra la ventana del bar. Escuchaba las voces, los aplausos, los bombos y los gritos que venían desde la calle. Veía las banderas flameando y a un Joaquín que andaba de acá para allá como loco, trepado a un tractor, megáfono en mano, dando ordenes, arengando, guiando. Está grande el pendejo, pensó. Y algo le chispeó adentro, el motor le empezó a amagar, medio ahogado, como queriendo sin querer, sin animarse todavía. Juan miraba y miraba por la ventana, el bar seguía vacío, el café se le había enfriado hacía rato y él no dejaba de girar la tacita que repiqueteaba sobre la mesa. Tenía miedo. Se dio cuenta y le temblaron las manos.

Había tenido que esperar casi diez años. Casi una década siendo mirado de reojo. En algo anduvo, decían, al principio, después de los milicos, y Juan había andado en algunas cuantas. Habían decidido entrar y reventar todo y a todos, y lo habían llevado a cabo con una frialdad que espantaba. Pero algunos habían decidido resistir, enfrentarlos. Eso sólo se hace de una manera, pensaba Juan, cada vez que algún perejil le venía con la cantinela de que la violencia y que la democracia y una montaña de mierda traída de los pelos y escuchada en algún noticiero o leída en algún diario que intentaba explicar lo inexplicable. De todas formas, Juan solía callar. Tampoco era cuestión de tener que andar rindiéndole cuentas a un montón de boludos ni disfrazarse de nada. Demasiada mala sangre. Ya estaba viejo, además.

Miró de costado el televisor que estaba en la punta de la barra. Alguien se lo había olvidado encendido, con las noticias a todo volumen. El gobierno había decidido que público y estatal eran malas palabras. Que todo daba pérdidas. Juan escuchaba las mismas viejas palabras de siempre, volver. Obsoleto, deficitario, modernización, progreso, reestructuración, gestión. Los viejos métodos también volvían: palos, gases y cárcel. Pero entonces, cuando él menos lo esperaba, otra vez la gente resolvió que no, así no, que la estación no la cerraban un carajo. Ya no estaba el Vasco, y hacía tiempo que Ramiro había fallecido. Pero había otros, muchos otros, que marchaban por las calles de San Marcos, delante de su ventana.

- ¿Qué hacés acá, pelotudo? Casi me matás del susto…

César dejó el bombo en el piso del bar. Su hijo tocaba en la murga del pueblo y siempre dejaba el instrumento en el fondo del boliche. Necesitaban ruido, mucho ruido, así que lo había ido a buscar. Y así, cuando atravesaba el bar desierto rumbo a la calle, con el bombo al hombro y una medialuna que había picado de una mesa vacía saliéndole de la boca, lo encontró a Juan sentado.

- Che, huevón, ¿qué carajo hacés acá, me querés decir?

- Ya estaba por salir, ahí voy…

- Dale, salame. Y haceme un favor, llevame el termo que está ahí. No, ese no que pierde, ese otro. Ese. Dale, vamos.

- Vamos…

Cuando salió a la calle, varios se acercaron a saludarlo, a preguntarle cómo venía la mano, a que les dijera qué hacer con tal o cual cosa, el fondo de huelga, el festival, que si el gremio apoyaba, que si en la capital estaban haciendo algo. En diez segundos, Juan se olvidó de los diez años, y se sumergió en la multitud. Las manos dejaron de temblarle.

Febrero 2004

El guardia de seguridad hizo girar un poco la bombilla, corroboró que la yerba estuviera como debía estar y luego vertió un poco del agua caliente de la pava. Le pasó el mate al viejo que tenía sentado al lado y aprovechó para desabrocharse un poco más la camisa: el calor era insoportable. Total, no había ningún jefe dando vueltas en muchos kilómetros a la redonda. Allí sólo estaban él, la garita, el viejo, un taller ferroviario abandonado rodeado en todo su perímetro por un alambrado de más de 2 metros de altura y un cartelón enorme que se veía desde la ruta. Gilem, decía, haciendo realidad los sueños, mientras un niño rubio le señalaba el horizonte a su padre, al final de un interminable campo verde.

Observó al tipo junto a él. Tendría unos 60 años o más. Lo había conocido hacía algunos meses, cuando lo trasladaron a ese pueblo en medio de la nada. El trabajo consistía en quedarse sentado ahí y proteger el lugar, lo que equivalía a quedarse sentado allí y punto. Total, que las obras iban a empezar por lo menos en 6 meses. Al segundo día había tenido el agrado de conocer a aquél viejo. Estaba tratando de sintonizar la radio de la capital cuando a través de la ventana de la garita ve al tipo que viene caminando por la ruta y sin importarle la barrera, el cartel de propiedad privada ni nada, se manda nomás, como Pancho por su casa. Que no abuelo, oiga, no puede hacer eso, que mire que me compromete y ese tipo de cosas.

- No me digas...

Y sigue caminando, como si nada, rumbo a los talleres del fondo. Conversando con algunos del pueblo, el guardia se enteraría después quién era aquél sujeto. Parecía ser que había trabajado ahí durante años, hasta el cierre del taller en el noventa y pico. Según le contaron, había habido grandes huelgas y bastante lío, pero el taller fue cerrado y el ramal levantado. El viejo había seguido yendo allí casi todos los días, a qué, nadie sabía, seguramente a limpiar, ordenar cosas antiguas y esas cosas que hacen los jubilados que no tienen nada que hacer con su tiempo libre.

Al día siguiente, el guardia había optado por una táctica diferente.

- Buenos días.

El viejo se había frenado en seco y lo había mirado de arriba a abajo.

- Buenos días…

Y había pretendió seguir caminando, pero el guardia insistió.

- ¿Quiere un mate?

El tipo se frenó nuevamente, evidentemente sorprendido. O enfadado. O las dos cosas, imposible darse cuenta. Lentamente se giró y volvió a mirar al guardia, ahora con mayor atención. Con una mezcla de resignación y fastidio, o quizás había sido simple timidez, el viejo se había acercado y aceptado el mate. Allí, con el guardia sentado en el cordón de la garita junto al calentador eléctrico donde reposaba la pava, habían comenzado aquella relación.

Ahora lo tenía ahí, sosteniendo el mate con la palma de la mano y haciéndolo girar con la otra, mirando las vías, hacia la capital. El anciano era así, a veces hablaba sin parar y le contaba cosas al guardia, muchas cosas, algunas sencillas y seguramente ciertas. Otras que no podían haber ocurrido nunca. O tal vez sí, pero no todas a él. Al principio, el guardia había empezado escuchándolo con un poco de resignación mezclada de tolerancia. Una especie de “Por lo que le queda...” O tal vez era pura cortesía y nada más: le habían enseñado a respetar a los mayores, así que no veía mal prestarle un poco de atención a aquél abuelo. Otras veces, el tipo se quedaba callado por un rato largo, sentado, con los ojos entrecerrados como si durmiera.

Pero con el correr de las tardes, los mates y las charlas, el guardia comenzó a tener una extraña sensación. Sentado en aquél escalón, comenzó a sentirse, él, un invitado. No importaba lo que dijeran su gorra, su campera y el cartelón. No importaba lo que significaran la barrera, el alambrado y su cachiporra. El lugar le pertenecía al viejo. Al menos fuera de los papeles.

Era una pena que fueran a usar aquél taller para lo otro, pensaba el guardia. Siempre le habían gustado los trenes.

Fragmentos de Juan III

Agosto de 1977

Contemplaba la estación de tren desde un banco de cemento en el medio del hall central. Trató de no preocuparse por aquella cara sospechosa, cierta pareja que parecía que lo miraba, aquél otro señor que hacía que leía el diario. ¿Todos andaban en lo mismo o ya se estaba volviendo paranoico? Nadie se lo habría echado nada en cara, de ser así. Cómo si no tuviera suficientes razones: en el último año, Juan había dormido en más lugares de los que podía recordar. Eso cuando dormía. Se había cambiado más veces de ropa que en toda su vida. Pero no alcanzaba, nunca alcanzaba.

Se vivía en medio de un banco de niebla, de mugre, que sofocaba, que no permitía ver horizonte alguno ni apenas dónde dar el siguiente paso. En medio de esa borrasca, las figuras conocidas se iban diluyendo, apagando, las voces se alejaban, enmudecían, mientras uno se iba quedando solo. Juan estaba acostumbrado a ciertas cosas, o eso creía. Siempre había habido luchas entre aquellos que intentaban escribir, hacer la Historia. Pero esta vez alguien había decidido saltarse ciertas formalidades y estaba arrancando página tras página del libro. Capítulos enteros, decididamente.

Había sentido las palabras del Tucu como un cross a la mandíbula. Lo había telefoneado, esperando confirmar algo que sabía que no hacía falta pedir. Era un trámite, una formalidad. En Tafí Viejo iba a poder esconderse un tiempo. Tenía conocidos en los talleres tucumanos, los más grandes del noroeste. Siempre iba a correr con ventaja si se movía en tren, a pesar de todo. Siempre iba a estar más seguro entre ferroviarios, a pesar de todo. Pero el Tucu se había encargado de dejarlo tumbado en aquél banco, desmoronado.

- Juan, se llevaron a más de 50 personas acá. Sólo en Tafí. Veintipico eran compañeros. Se los llevaron, nadie sabe dónde están. Entendelo, cumpa. No podes venir. No podes venir.

El tucumano era una de las personas más sencillamente alegres que Juan había conocido en su vida. Era, simplemente, incapaz de ciertas complejidades propias de espíritus más complejos. Hasta sus penas, dolores y enojos eran sencillos: si estaba tristón, tocaba la guitarra, y si había tomado de más, quizás lloraba; cuando se enojaba, subía los hombros como un toro, y si había tomado de más, bueno, era mejor no estar cerca. Pero esta vez era distinto, había terror en su voz. Juan sintió como si lo hubiera tomado del cuello y lo hubiera asomado del otro lado de la línea telefónica, sobre aquél abismo de muerte.

Se acercó a la boletería y preguntó cuándo salía un tren para el sur. Hacía casi veinte años que trabajaba en el ferrocarril y por primera vez iba a comprar un pasaje, el de su huída. Cuando lo tuvo entre sus manos, lo miró un rato, sin saber muy bien qué hacer con él. Se sentó a esperar el tren, con la valija entre las piernas. Quiso fumar pero no pudo.

Una hora después, anunciaron la partida del tren que lo sacaría de la historia.

Noviembre de 1989

Todos lo sabían, se lo había pronosticado, era un secreto a voces. Era cuestión de tiempo. Quizás, hasta fuera necesario. Pero eso no impidió que al mirar las imágenes en el televisor del bar, Juan se sintiera como huérfano. Había pasado la mayor parte de su vida viviendo, sintiendo, creyendo en algo que se le estaba cayendo a pedazos en la cara, en colores, y en vivo y en directo.

Junto con el Muro, algo se desmoronó, también, dentro suyo. Aquello que había resistido, imbatible, a todo. A las críticas mordaces, las ironías, las miradas despectivas de los que creen ver a un loco. Pero también había enfrentado cosas mucho más concretas: aprietes, golpizas y persecuciones. Nunca había sido un fanático, ni un obsecuente, todo lo contrario. Sabía que allá, lejos, no se vivía precisamente un paraíso. Había tenido más de una diferencia con el Partido. El de allá y el de acá. Pero esto no tenía que ver con partidos, política ni un carajo. Se trataba de identidades. Se trataba de una forma de ver el mundo, de un lugar donde pararse frente a toda la mierda que lo rodeaba. Y allá, lejos, detrás de aquél muro, estaba el Lugar. Una tierra donde alguien, alguna vez, había intentado otra cosa. Donde por primera vez en la historia, los trabajadores habían ganado y habían gobernado. No era poca cosa. No para Juan.

No le importó que alguien en la televisión dijera que era el Fin de la Historia. Sabía que se iban a hacer un picnic con todo eso. Pero cuando el pendejo Joaquín, su compañero, sentado a su lado, como queriéndole hacer un favor, sentenció, comprensivo: “Es que eso no podía funcionar…”, sintió como si le hubieran quitado la silla donde estaba sentado. Tuvo que apoyarse en la mesa. De reojo, miró a su alrededor. Allí estaba Roberto, el chofer, sentado con su café que siempre se le enfriaba. Ramirez, el sereno de la estación de servicio, haciendo tiempo para ir a trabajar. Alfaro y un par de compañeros de la municipalidad, como siempre, junto a la ventana, con la camioneta estacionada al lado. Y Joaquín, del taller. Las miradas le quemaban la nuca. Todos sabían quién era él. O más importante, qué era él. Quizás nadie lo estuviera mirando realmente, pero él así lo sentía. Mire, Juan. ¿Lo ve? ¿Ve lo que sucede? ¿Ve que no funciona? ¿Lo ve, Juan? ¿Lo ve?

Se levanto como quien se eleva por sobre una montaña de escombros, erguido, con los ojos vidriosos. Ahora sí lo estaban mirando. Tomo la última caña, dejó el vaso sobre la mesa, se puso la campera, observó a todos en silencio y abandonó el bar.

En la calle no había un alma. Se anudó la bufanda y caminó rumbo al taller. Le pareció que veía los colores del pueblo un poco más opacos. Debe ser la bebida, pensó.

Fragmentos de Juan II

Noviembre de 1961

Desde siempre, los cementerios le habían resultado algo tenebroso. No porque fuera de noche, o las cruces: es que nunca se había acostumbrado a esa sensación de ir caminando sobre gente dormida, como rodeado.

Sin embargo, esa noche Juan se sentía distinto. El fueguito acentuaba las formas oscuras de las cruces, las lápidas y las pequeñas bóvedas, la noche era más noche que nunca y el viento soplaba bajito e inquietante. Así y todo se sentía distinto, no tenía miedo. Quizás estuviera con la cabeza puesta en la huelga, quién sabe. Aunque no dejaba de causarle gracia: años temiéndole a los fiambres y ahora lo protegían. A los cementerios la policía no entraba, les daba el mismo cagazo que a él, años antes. Y si lo hacían, había lugares de sobra por donde salir rajando.

Dejó de pensar en eso y miro en silencio a los que formaban la ronda en torno al fuego, calentándose las manos. El que hablaba era Ramiro.

- …así que menos mal que me pude rajar. Dicen que trajeron el Bruselas, un buque cárcel o algo así, porque no tienen más lugar. Todavía tienen a la sombra a unos cuantos del quilombo del frigorífico ese de Buenos Aires, el Lisandro de la Torre, hace un par de años.

Ramiro hablaba del asunto como quién dice a ver cuando nos hacemos un asado. Era un fraternal, así llamaban a los maquinistas. A Juan, esa forma de llamarlos le sonaba a monje con capucha, aunque nunca supo por qué. Lo había conocido hacía años, en una cena de nochebuena en su casa. Su familia vivía en la capital, pero a él le había tocado llevar el último tren hasta San Marcos y pasar la noche allá. El padre de Juan lo había invitado (obligado hubiera sido más correcto) a cenar con su familia para que no pasara solo las fiestas. Había sido Ramiro el que había llevado de paseo al hijo de don Andrada por primera vez en una locomotora, el que le había mostrado el horizonte de los campos abiertos, el que le había contado las primeras historias entre el ruido ensordecedor de la máquina. Tenía una cara redonda y bonachona, con anteojitos pequeños y todo, y a Juan le seguía pareciendo más un pediatra o un jardinero que el tipo que le había puesto un 38 en la cabeza al comisario del pueblo, cuando le dio aquél ataque de patriotismo y no quiso largar a los cuatro compañeros detenidos, la semana anterior. Habían caído mientras visitaban a sus familias, con orden de detención y todo, para prestar servicio. No había mucho por hacer, pensaron todos, menos Ramiro, que había dicho ni en pedo, había cazado a Juan del brazo y a cinco más del taller y había salido como loco en la Ford, echando polvo, derechito para la comisaría. El comisario había pensado que se venían a entregar, así que pasaron todos por la puerta sin problema, hasta que de la nada aparecieron varios revólveres y un rifle de caza. Para esta hora debía estar lamentándose, si es que se le habían secado los pantalones. Cuestión que ahora estaban todos ahí, recagándose de frío, Juan, Ramiro, los cuatro ex detenidos y un par más.

Dalmiro, el encargado del cementerio, cebaba mate. Parecía un Señor de los Muertos, un mandinga medio gauchesco, emponchado hasta el cuello para no chupar frío y sentado sobre la losa de la tumba de los Ferrer, mientras sostenía la pava con una mano y pasaba el mate con la otra. Al principio Juan había pensado que lo incomodaban estando ahí, incluso llegó a sospechar que quizás los delataría, pero ahora se daba cuenta que el tipo estaba encantado de que su lugar sirviera de refugio. Era lo más interesante que le había pasado en años y se le notaba en la cara: la estaba pasando fenómeno.

Diego, el hijo de Alberto, el actual jefe del taller, leía La Razón, donde parecía que había un par de notas sobra la huelga. Había empezado la universidad en la capital ese mismo año. Hacía rato que debía haber vuelto a clase, y la madre, que se la había visto venir, le había prohibido meterse en el quilombo del padre. Diego estaba estudiando, o eso creían todos incluido Alberto, hasta que se apareció por el cementerio en plena noche con todo el bolso, los libros y dos docenas de facturas. El jefe de Juan todavía lo miraba desde el otro lado del fuego, donde el pibe se había ubicado a prudente distancia, y era evidente que dudaba entre tirarle con algo (de hecho, habían tenido que pararlo entre varios para que no lo fajara) o abrazarlo.

Otro que andaba por ahí era un tipo grande, entrado en años y que no tenía pinta de ferroviario. Juan no había sabido en principio de dónde había salido y tampoco era cuestión de andar haciendo preguntas sobre quién era quién y qué andaba haciendo cada uno por ahí. Dalmiro se ocupó de despejarle las dudas. El tipo se llamaba Almada y había trabajado de maquinista naval. Resulta que el gobierno tenía 150.000 ferroviarios de paro, pero había decidido hacer andar los trenes como fuera. Para eso, necesitaba reclutar a cualquiera que hubiera manejado algo en su vida. No le alcanzaba con el personal jerárquico y algún que otro carnero. Parece que había decidido contratar a los maquinistas navales, pagándoles casi un tercio de su sueldo por día si hacían andar las locomotoras. El tipo este, decía Dalmiro, le había contado que los navales habían rehusado traicionar la memoria de Guillermo Brown (aunque el sepulturero decía no tener idea de quién era aquél fulano) y que habían rechazado el dinero. Lo que se dice, en palabras del Vasco, que lo habían mandado a tomar por culo. Mientras escuchaba a Dalmiro que le contaba bien bajito todo esto, miraba al tipo de reojo que, silencioso y calentándose las manos cada tanto, escuchaba a Diego leer una noticia en voz alta.

Mientras observaba al jubilado, Juan comenzó a pensar que la cosa estaba mucho más peluda de lo que nunca se hubiera imaginado. En la cabeza se le arremolinaban su familia, los soldados, el perro del sepulturero, la Gallega, Guillermo Brown y el clásico del domingo. Pero allí, con Ramiro, Diego, Alberto, Dalmiro, los cuatro compañeros, Almada y los fiambres, se sentía más acompañado que nunca.

Diciembre de 1975

No era porque lo hubiera estudiado, o porque se lo hubieran explicado en el Partido. Tampoco era por lo que dijera la prensa. Los militares iban a entrar en escena una vez más y a esta altura, ni a Juan ni a nadie le sorprendía. Pero acá pasaba otra cosa. Algo se venía y él lo olía en el aire.

Últimamente recordaba a menudo lo de Larkin, hacía ya varios años. La militarización de los ferrocarriles, el intento de cerrar ramales enteros y construir rutas, fábricas de autopartes, camiones. El General Larkin. Para aplicar un proyecto económico, los norteamericanos habían enviado un militar. Algo se debían imaginar, vamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.

Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.

Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del taller. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, descubren que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de acero del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.

Todo es silencio por un instante. The General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde debiera estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…

Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. El taller entero se activa.

- What…

La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.

No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, un ¡vivalapatriatraidoreshijosdeputafuera! del que desconoce su significado pero que no hace falta ningún traductor que le explique su sentido. Lo único que oye (y entiende bastante bien) son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.

Juan sonreía de costado cada vez que recordaba el episodio de Pérez, siempre lo había hecho. Ahora no. Seguían siendo los mismos de siempre, y seguía siendo, de fondo, lo mismo de siempre. Pero ya no sería a plena luz del día. Iba a ser distinto. Y tampoco creía que ahora fuera a alcanzar con bulonazos y tuercas.

Fragmentos de Juan I

Diciembre de 1951

- A ver, familia… hagan un lugarcito que traje un invitado…

Todos miraron hacía la rejita que conectaba el fondo con el resto de la casa.

Atrás del padre de Juan apareció un tipo bajito de figura redondeada y andar pausado. Avanzó tímidamente, tratando de acomodarse un poco la camisa, más por los nervios y por hacer algo con la mano que porque estuviera desprolija.

- Es don Ramiro, le tocó venir con el último tren así que….

Pero ya todos habían visto el saco abajo del brazo y la gorra. La familia

Andrada se convulsionó, varios salieron eyectados del asiento, como si tuvieran que hacer lugar para un regimiento, lo que hizo que el pobre maquinista se sintiera aún más incómodo. Así que es Él, pensó Juan, mientras intentaba desesperado que los adultos no lo taparan y poder mirar al sujeto que manejaba el tren que unía San Marcos con la capital. Su padre no llegó a ver la mirada de idolatría que le regalaba su hijo, porque ya corría de nuevo hasta la parrilla, dejando a la familia a cargo del invitado de honor.

El padre de Juan trabajaba en el taller ferroviario de San Marcos, lo que lo convertía en uno de los vecinos más conocidos del pueblo. Y respetados. Juan había entendido eso aquella vez cuando la maestra les había pedido que contaran sobre el trabajo de sus padres. Después del turno de Juan, la maestra se explayó sobre la importancia de los ferrocarriles, por qué Perón los había reestatizado y el bien que representaban para pueblos como el de San Marcos. Así que además de sacarse un “Muy Bien” como nota, había sido el ídolo de todos durante el recreo.

Juan se había criado entre su casa, las calles del pueblo y el taller. Le encantaba ir a buscar a su padre y que se repitiera siempre la misma escena: él entraba, lo buscaba a los gritos, su padre aparecía de entre las máquinas, cubierto de grasa y mugre, le gritaba y le decía que ese no era lugar para chicos, que había herramientas y máquinas con las que se podía lastimar, aparecían sus compañeros al grito de ¡Juancito! mientras el viejo se enojaba más, Alberto se lo subía a los hombros y lo llevaba a ver las locomotoras y los vagones mientras los demás le tiraban estopa a su padre y le decían, en resumidas cuentas, que se dejara de romper las pelotas. Juan había detectado que, en el fondo, a su padre le gustaba que él fuera, a sus compañeros les gustaba mostrarle una y otra vez las mismas locomotoras, y a él le gustaba ir. Así que todos contentos. Que tanto.

Pero había alguien a quien Juan nunca había podido acercarse, el maquinista. Los horarios de arribo o salida de los trenes eran de mañana, cuando estaba en la escuela, o de tarde, cuando ya estaba haciendo la tarea y esperando la cena. Una sola vez, cuando no hubo clases por desinfección, pudo ir al andén y verlo de cerca. O más o menos de cerca. Y tampoco estaba seguro que fuera él, a decir verdad había varias personas cerca de la locomotora, pero tampoco importaba demasiado. Por eso, cuando vio a don Ramiro entrar junto a su padre y compartir con ellos la cena de nochebuena, se olvidó del arbolito, del posible regalo, del asado y de todo lo demás.

Se pasó toda la noche mirándolo, lo más cerca que le permitía la vergüenza, tratando de entender cómo ese tipo tan chiquito (comparado con su padre) y de modales tranquilos era el que conducía aquél inmenso gusano de acero que iba y venía uniendo su pueblo con el Mundo Allá Afuera.

- ¿Así que este es su pibe?

La voz sonó demasiado cerca. Juan se giró y vio a don Ramiro, parado junto a él, que le ponía la mano en el hombro. Lo había tomado desprevenido, se le había escapado mientras él se perdía en fantasías. Y ahora lo tenía ahí. Su padre los observaba un par de metros más allá, junto a la parrilla. Asintió sonriendo al maquinista.

- Bueno, a ver cuando me lo deja para que lo lleve a dar un paso en la máquina… ¿qué te parece, pibe?

Su padre dijo algo así como que había que ver con la bruja, para que no se enojara, que dependía de las notas que sacara en la escuela, que conociéndolo a don Ramiro con un solo viaje le iba a llenar la cabeza con sus ideas y don Ramiro, riendo, que no, que solo le quería mostrar el campo y que no podía ser, retrucaba, que el Señor jefe del taller le tuviera que pedir permiso a su mujer y cosas por el estilo.

Mientras tanto, ya sin escuchar la charla, la mente de Juan volaba por valles y montañas, campos y ciudades, envuelto en el rugido de una locomotora.

Noviembre de 1961

Juan continuaba observando todo desde su escondite, el viejo cuartito donde se guardaban las pelotas, redes y otros elementos que los jóvenes del pueblo utilizaban en el club. Intentaba no perder ningún detalle de lo que veía, pero a menudo el olor a cuero viejo y polvo que impregnaba el lugar lo distraía. El Deportivo San Marcos, centro cultural y recreativo del pueblo del mismo nombre, no era más que una canchita al aire libre rodeada de tribunas de madera y un edificio central con el portón que daba a la calle, donde estaban los vestuarios, una oficinita, el bar y el sucucho donde Juan se había metido. En el club practicaban deportes los alumnos de la escuela, los viejos ocupaban religiosamente todos los martes el espacio cedido para su cancha de bochas (después de lo de la plaza central, con Vicente pasando la noche a la sombra y todo aquél escándalo), los vecinos del pueblo hacían sus picados y se realizaban las fiestas: cumpleaños de quince, bautismos, casamientos, carnavales, kermeses y cuanta juerga se organizara. Juan podía ver, todavía, los restos de las guirnaldas de la fiesta de casamiento del hijo de Octavio. El recuerdo del brindis lo distrajo otra vez: se había puesto traje y todo, y todavía lo andaban llamando pingüino por el barrio.

- A ver señores… por favor, un poco de calma.

La voz del intendente lo devolvió a la realidad y se acomodó mejor para poder observarlo. El tipo, de impecable traje claro y zapatos relucientes, sudaba a gota gorda mientras trataba de calmar a las cuatrocientas almas que llenaban las gradas. Varios hombres lo rodeaban. Más atrás, aguardaba un militar con dos soldados pegaditos a los talones.

- …todos sabemos que esta situación, así como está, no puede seguir. Todos vimos la televisión y escuchamos la radio y sabemos que en otras partes pasa lo mismo. Acá hay intereses que ustedes ni conocen. Lo que esta gente está haciendo es perjudicar al país, y en este caso, al pueblo de San Marcos. Y eso no lo podemos permitir…

La gente escuchaba al intendente y se miraba entre sí. La huelga de los ferroviarios llevaba ya varias semanas. La televisión y la radio no habían cesado en comunicar las pérdidas millonarias que el tren le generaba al país. El mismísimo presidente Frondizi había explicado que el déficit era insostenible. Había que recortar ramales, talleres y personal ferroviario. Uno de esos ramales era el que pasaba por San Marcos, donde había, dicho sea de paso, un taller y muchos ferroviarios. A sus habitantes les había parecido bien eso de modernizar el país, salvo la parte en que debían perder la estación y el tren que los comunicaba con la capital de la provincia. Tampoco les había hecho mucha gracia el cierre del taller, del que dependían 150 familias de forma directa, sin contar en cómo repercutiría aquello en la economía local. Así que cuando los ferroviarios fueron a la huelga, el pueblo los apoyó. Kermeses, fondos de huelga, marchas, fiados en los comercios. Pero el gobierno proscribió la huelga y puso a los ferroviarios bajo la órbita militar en todo el país: rango militar, justicia militar, y a manejar locomotoras sin chistar. Qué tanto alboroto. Y ni siquiera así. Tercos como mulas, los trabajadores se convirtieron en prófugos y se escapaban del ejército, escondiéndose en casas cercanas, campos, cementerios, baldíos, evitando que los llevaran a hacer andar los trenes a punta de fusil. La gente los protegía, y el ejército lo sabía.

Así que allí estaban, con todos los vecinos que habían podido encontrar, chupando frío en la canchita del San Marcos, con el intendente tratando de conciliar las partes, mientras sudaba océanos, mientras hablaba de rentabilidad, déficit fiscal, reestructuración del sistema de transporte y actualización de infraestructura obsoleta, y un par de militares con cara de que la cosa iba en serio, por si a alguno le quedaban dudas. El intendente sabía que nadie se iba a parar delante de todos a delatar donde se escondían los prófugos (que por otra parte eran sus propios vecinos), pero sí podía intentar quebrar el apoyo de los habitantes de San Marcos a la huelga. El pueblo venía mal hacía un par de años y un plan de obras públicas (el intendente creía que de eso se trataba, al fin y al cabo, todo el asunto) reflotaría la situación. Pero para eso, era necesario el plan de reestructuración. Y con esta idea en la mano, venía dale que dale hacía más de una hora.

Juan observó los murmullos y los pequeños grupos de debate que se habían formado en las gradas. La gente dudaba, evaluaba, discutía. Juan los entendía, con el ejército de por medio la cosa no daba para ir apadrinando proscritos. Ya habían hecho bastante. Les avisaría a los demás cómo venía la mano.

De pronto, tronó una voz desde el centro mismo de la tribuna. No fue tanto por su potencia sino por el silencio hecho por las demás voces, que Juan la oyó y se frenó en seco. Había reconocido el relincho del Vasco.

Como un dominó, una a una las cabezas empezaron a girar hacia donde provenía la voz. El viejo tenía un temperamento de mierda, de eso a Juan no le cabía la menor duda. Todavía recordaba los coscorrones que le había dado hacía años por espiarle la hija, la Gallega (no podía haber llevado otro sobrenombre) quien ahora le sostenía una mano. Su padre había pasado desapercibido, casi escondido, pero a la vista de todos, en el centro de las gradas, durante toda la discusión. Pero ahora la cosa había cambiado, y las miradas comenzaban a apuntarle.

Resulta que el Vasco era vasco de verdad. Hablaba un idioma raro que nadie en el pueblo entendía, salvo su hija. La cantidad de castellano en sus frases era inversamente proporcional a la calentura que tuviera el viejo en el momento, así que por lo general no se le entendía ni jota. De cualquier forma, no era de esos tipos que abrían la boca por cualquier cosa. Para la mayoría, el viejo estaba ahí desde mucho tiempo antes que ellos y había alcanzado ese extraño escalafón al que se llega en una comunidad cuando padres y abuelos dicen de alguien: “Con fulano no se jode”, aunque nadie aclare por qué. Juan había escuchado historias acerca del Vasco: que se había escapado de la guerra en España hacía como treinta años, que no había dejado que la hija se casara con nadie, que era el que le había envenenado las gallinas a los Quintana y cosas por el estilo. Para él, sin embargo, era un viejo de mierda. Había armado un quilombo bárbaro cuando le hicieron las vías pegadas a su campito y siempre que podía se la agarraba con alguno del taller. Ahora parecía que se le había dado por la oratoria. Más que frases y palabras, emitía una especie de graznido, mientras agitaba su boina con una mano y a la pobre Gallega con la otra, que lo sostenía para que no se cayera. Nadie entendía qué era lo que decía, pero Juan, que lo conocía (o creía conocerlo) pensó que no podía ser nada bueno para los huelguistas. Iba a tirarles todo el pueblo encima. Vasco de mierda, ahora se las iba a cobrar todas juntas. Lo de las vías en el campito, la agarrada con Martín, lo de la hija. Todas.

Algo así debió pensar el intendente. Se adelantó algunos pasos, con una mano en el bolsillo del pantalón y con un andar como si caminara hacia la barra en un bar. O así le pareció a Juan.

- Quisiera saber qué es lo que el señor tiene para decir…

La Gallega miró a su padre, quien le hizo un gesto evidente para que le tradujera. Estaba blanca y miraba a los vecinos como pidiendo auxilio. La gente la alentaba por lo bajo, pero ella parecía que no se decidía. El padre volvió a tironearle de la mano y le señaló el frente. El funcionario comenzó a perder la paciencia. Como quien le señala dos tomates a un verdulero o un maestro que descubre al alumno del fondo que está copiándose el examen, el tipo la señaló moviendo el dedito mientras la apuraba con cierto tonito prepotente.

- A ver, a ver, usté señora o señorita, qué dice el abuelo…

Juan vio la cara de la Gallega cuando se volvió hacia el tipo, mirándole el dedito y luego a los ojos. Este también la vio, pero antes de que pudiera reaccionar, la muchacha decidió hacer valer su apodo.

- Mi padre dice que no se cruzó medio océano para escuchar la mierda que está escuchando de un gilipollas como usted, que no entiende nada de nada. Que quién coño se ha creído usted que es, que esto es San Marcos, y que se vaya a tomar por culo usted, sus putos soldados y toda esa mierda de la modernización. Eso dice.

Juan miró al Vasco como si lo hiciera por primera vez en su vida. Le pareció una roca clavada en medio de la tribuna, en medio del pueblo. Y los vecinos de San Marcos, empezaron a reagruparse alrededor de aquella roca, mientras Juan se escabullía, y se decía a sí mismo que la Gallega estaba más linda que cuando la espiaba por la ventana, hacía ya algunos años.