Junio de 1991
Juan miraba por la ventana del bar, mientras hacía girar la tacita de café con una mano, como cuando estaba nervioso, impaciente, incómodo o le daba vueltas a algún asunto. Martín se lo había señalado una vez, divertido: si no era la tacita, era un vaso, un encendedor, un cenicero o un paquete de puchos. Pero siempre hacía girar algo sobre la mesa. Lo hacía con la misma mano con la que sostenía el cigarrillo, bien cerca de los nudillos, apretado entre los dedos. Eso también lo hacía cuando estaba así: sin darse cuenta, dejaba de sostener el cigarrillo y pasaba a colocárselo de esa forma que le permitía mover la mano, sostener algo, girar una página sin que se le cayera. Y llenaba todo de cenizas.
Juan los miraba pasar, uno tras otro. Eran un oleaje que rompía contra la ventana del bar. Escuchaba las voces, los aplausos, los bombos y los gritos que venían desde la calle. Veía las banderas flameando y a un Joaquín que andaba de acá para allá como loco, trepado a un tractor, megáfono en mano, dando ordenes, arengando, guiando. Está grande el pendejo, pensó. Y algo le chispeó adentro, el motor le empezó a amagar, medio ahogado, como queriendo sin querer, sin animarse todavía. Juan miraba y miraba por la ventana, el bar seguía vacío, el café se le había enfriado hacía rato y él no dejaba de girar la tacita que repiqueteaba sobre la mesa. Tenía miedo. Se dio cuenta y le temblaron las manos.
Había tenido que esperar casi diez años. Casi una década siendo mirado de reojo. En algo anduvo, decían, al principio, después de los milicos, y Juan había andado en algunas cuantas. Habían decidido entrar y reventar todo y a todos, y lo habían llevado a cabo con una frialdad que espantaba. Pero algunos habían decidido resistir, enfrentarlos. Eso sólo se hace de una manera, pensaba Juan, cada vez que algún perejil le venía con la cantinela de que la violencia y que la democracia y una montaña de mierda traída de los pelos y escuchada en algún noticiero o leída en algún diario que intentaba explicar lo inexplicable. De todas formas, Juan solía callar. Tampoco era cuestión de tener que andar rindiéndole cuentas a un montón de boludos ni disfrazarse de nada. Demasiada mala sangre. Ya estaba viejo, además.
Miró de costado el televisor que estaba en la punta de la barra. Alguien se lo había olvidado encendido, con las noticias a todo volumen. El gobierno había decidido que público y estatal eran malas palabras. Que todo daba pérdidas. Juan escuchaba las mismas viejas palabras de siempre, volver. Obsoleto, deficitario, modernización, progreso, reestructuración, gestión. Los viejos métodos también volvían: palos, gases y cárcel. Pero entonces, cuando él menos lo esperaba, otra vez la gente resolvió que no, así no, que la estación no la cerraban un carajo. Ya no estaba el Vasco, y hacía tiempo que Ramiro había fallecido. Pero había otros, muchos otros, que marchaban por las calles de San Marcos, delante de su ventana.
- ¿Qué hacés acá, pelotudo? Casi me matás del susto…
César dejó el bombo en el piso del bar. Su hijo tocaba en la murga del pueblo y siempre dejaba el instrumento en el fondo del boliche. Necesitaban ruido, mucho ruido, así que lo había ido a buscar. Y así, cuando atravesaba el bar desierto rumbo a la calle, con el bombo al hombro y una medialuna que había picado de una mesa vacía saliéndole de la boca, lo encontró a Juan sentado.
- Che, huevón, ¿qué carajo hacés acá, me querés decir?
- Ya estaba por salir, ahí voy…
- Dale, salame. Y haceme un favor, llevame el termo que está ahí. No, ese no que pierde, ese otro. Ese. Dale, vamos.
- Vamos…
Cuando salió a la calle, varios se acercaron a saludarlo, a preguntarle cómo venía la mano, a que les dijera qué hacer con tal o cual cosa, el fondo de huelga, el festival, que si el gremio apoyaba, que si en la capital estaban haciendo algo. En diez segundos, Juan se olvidó de los diez años, y se sumergió en la multitud. Las manos dejaron de temblarle.
Febrero 2004
El guardia de seguridad hizo girar un poco la bombilla, corroboró que la yerba estuviera como debía estar y luego vertió un poco del agua caliente de la pava. Le pasó el mate al viejo que tenía sentado al lado y aprovechó para desabrocharse un poco más la camisa: el calor era insoportable. Total, no había ningún jefe dando vueltas en muchos kilómetros a la redonda. Allí sólo estaban él, la garita, el viejo, un taller ferroviario abandonado rodeado en todo su perímetro por un alambrado de más de 2 metros de altura y un cartelón enorme que se veía desde la ruta. Gilem, decía, haciendo realidad los sueños, mientras un niño rubio le señalaba el horizonte a su padre, al final de un interminable campo verde.
Observó al tipo junto a él. Tendría unos 60 años o más. Lo había conocido hacía algunos meses, cuando lo trasladaron a ese pueblo en medio de la nada. El trabajo consistía en quedarse sentado ahí y proteger el lugar, lo que equivalía a quedarse sentado allí y punto. Total, que las obras iban a empezar por lo menos en 6 meses. Al segundo día había tenido el agrado de conocer a aquél viejo. Estaba tratando de sintonizar la radio de la capital cuando a través de la ventana de la garita ve al tipo que viene caminando por la ruta y sin importarle la barrera, el cartel de propiedad privada ni nada, se manda nomás, como Pancho por su casa. Que no abuelo, oiga, no puede hacer eso, que mire que me compromete y ese tipo de cosas.
- No me digas...
Y sigue caminando, como si nada, rumbo a los talleres del fondo. Conversando con algunos del pueblo, el guardia se enteraría después quién era aquél sujeto. Parecía ser que había trabajado ahí durante años, hasta el cierre del taller en el noventa y pico. Según le contaron, había habido grandes huelgas y bastante lío, pero el taller fue cerrado y el ramal levantado. El viejo había seguido yendo allí casi todos los días, a qué, nadie sabía, seguramente a limpiar, ordenar cosas antiguas y esas cosas que hacen los jubilados que no tienen nada que hacer con su tiempo libre.
Al día siguiente, el guardia había optado por una táctica diferente.
- Buenos días.
El viejo se había frenado en seco y lo había mirado de arriba a abajo.
- Buenos días…
Y había pretendió seguir caminando, pero el guardia insistió.
- ¿Quiere un mate?
El tipo se frenó nuevamente, evidentemente sorprendido. O enfadado. O las dos cosas, imposible darse cuenta. Lentamente se giró y volvió a mirar al guardia, ahora con mayor atención. Con una mezcla de resignación y fastidio, o quizás había sido simple timidez, el viejo se había acercado y aceptado el mate. Allí, con el guardia sentado en el cordón de la garita junto al calentador eléctrico donde reposaba la pava, habían comenzado aquella relación.
Ahora lo tenía ahí, sosteniendo el mate con la palma de la mano y haciéndolo girar con la otra, mirando las vías, hacia la capital. El anciano era así, a veces hablaba sin parar y le contaba cosas al guardia, muchas cosas, algunas sencillas y seguramente ciertas. Otras que no podían haber ocurrido nunca. O tal vez sí, pero no todas a él. Al principio, el guardia había empezado escuchándolo con un poco de resignación mezclada de tolerancia. Una especie de “Por lo que le queda...” O tal vez era pura cortesía y nada más: le habían enseñado a respetar a los mayores, así que no veía mal prestarle un poco de atención a aquél abuelo. Otras veces, el tipo se quedaba callado por un rato largo, sentado, con los ojos entrecerrados como si durmiera.
Pero con el correr de las tardes, los mates y las charlas, el guardia comenzó a tener una extraña sensación. Sentado en aquél escalón, comenzó a sentirse, él, un invitado. No importaba lo que dijeran su gorra, su campera y el cartelón. No importaba lo que significaran la barrera, el alambrado y su cachiporra. El lugar le pertenecía al viejo. Al menos fuera de los papeles.
Era una pena que fueran a usar aquél taller para lo otro, pensaba el guardia. Siempre le habían gustado los trenes.