Agosto de 1977
Contemplaba la estación de tren desde un banco de cemento en el medio del hall central. Trató de no preocuparse por aquella cara sospechosa, cierta pareja que parecía que lo miraba, aquél otro señor que hacía que leía el diario. ¿Todos andaban en lo mismo o ya se estaba volviendo paranoico? Nadie se lo habría echado nada en cara, de ser así. Cómo si no tuviera suficientes razones: en el último año, Juan había dormido en más lugares de los que podía recordar. Eso cuando dormía. Se había cambiado más veces de ropa que en toda su vida. Pero no alcanzaba, nunca alcanzaba.
Se vivía en medio de un banco de niebla, de mugre, que sofocaba, que no permitía ver horizonte alguno ni apenas dónde dar el siguiente paso. En medio de esa borrasca, las figuras conocidas se iban diluyendo, apagando, las voces se alejaban, enmudecían, mientras uno se iba quedando solo. Juan estaba acostumbrado a ciertas cosas, o eso creía. Siempre había habido luchas entre aquellos que intentaban escribir, hacer la Historia. Pero esta vez alguien había decidido saltarse ciertas formalidades y estaba arrancando página tras página del libro. Capítulos enteros, decididamente.
Había sentido las palabras del Tucu como un cross a la mandíbula. Lo había telefoneado, esperando confirmar algo que sabía que no hacía falta pedir. Era un trámite, una formalidad. En Tafí Viejo iba a poder esconderse un tiempo. Tenía conocidos en los talleres tucumanos, los más grandes del noroeste. Siempre iba a correr con ventaja si se movía en tren, a pesar de todo. Siempre iba a estar más seguro entre ferroviarios, a pesar de todo. Pero el Tucu se había encargado de dejarlo tumbado en aquél banco, desmoronado.
- Juan, se llevaron a más de 50 personas acá. Sólo en Tafí. Veintipico eran compañeros. Se los llevaron, nadie sabe dónde están. Entendelo, cumpa. No podes venir. No podes venir.
El tucumano era una de las personas más sencillamente alegres que Juan había conocido en su vida. Era, simplemente, incapaz de ciertas complejidades propias de espíritus más complejos. Hasta sus penas, dolores y enojos eran sencillos: si estaba tristón, tocaba la guitarra, y si había tomado de más, quizás lloraba; cuando se enojaba, subía los hombros como un toro, y si había tomado de más, bueno, era mejor no estar cerca. Pero esta vez era distinto, había terror en su voz. Juan sintió como si lo hubiera tomado del cuello y lo hubiera asomado del otro lado de la línea telefónica, sobre aquél abismo de muerte.
Se acercó a la boletería y preguntó cuándo salía un tren para el sur. Hacía casi veinte años que trabajaba en el ferrocarril y por primera vez iba a comprar un pasaje, el de su huída. Cuando lo tuvo entre sus manos, lo miró un rato, sin saber muy bien qué hacer con él. Se sentó a esperar el tren, con la valija entre las piernas. Quiso fumar pero no pudo.
Una hora después, anunciaron la partida del tren que lo sacaría de la historia.
Noviembre de 1989
Todos lo sabían, se lo había pronosticado, era un secreto a voces. Era cuestión de tiempo. Quizás, hasta fuera necesario. Pero eso no impidió que al mirar las imágenes en el televisor del bar, Juan se sintiera como huérfano. Había pasado la mayor parte de su vida viviendo, sintiendo, creyendo en algo que se le estaba cayendo a pedazos en la cara, en colores, y en vivo y en directo.
Junto con el Muro, algo se desmoronó, también, dentro suyo. Aquello que había resistido, imbatible, a todo. A las críticas mordaces, las ironías, las miradas despectivas de los que creen ver a un loco. Pero también había enfrentado cosas mucho más concretas: aprietes, golpizas y persecuciones. Nunca había sido un fanático, ni un obsecuente, todo lo contrario. Sabía que allá, lejos, no se vivía precisamente un paraíso. Había tenido más de una diferencia con el Partido. El de allá y el de acá. Pero esto no tenía que ver con partidos, política ni un carajo. Se trataba de identidades. Se trataba de una forma de ver el mundo, de un lugar donde pararse frente a toda la mierda que lo rodeaba. Y allá, lejos, detrás de aquél muro, estaba el Lugar. Una tierra donde alguien, alguna vez, había intentado otra cosa. Donde por primera vez en la historia, los trabajadores habían ganado y habían gobernado. No era poca cosa. No para Juan.
No le importó que alguien en la televisión dijera que era el Fin de la Historia. Sabía que se iban a hacer un picnic con todo eso. Pero cuando el pendejo Joaquín, su compañero, sentado a su lado, como queriéndole hacer un favor, sentenció, comprensivo: “Es que eso no podía funcionar…”, sintió como si le hubieran quitado la silla donde estaba sentado. Tuvo que apoyarse en la mesa. De reojo, miró a su alrededor. Allí estaba Roberto, el chofer, sentado con su café que siempre se le enfriaba. Ramirez, el sereno de la estación de servicio, haciendo tiempo para ir a trabajar. Alfaro y un par de compañeros de la municipalidad, como siempre, junto a la ventana, con la camioneta estacionada al lado. Y Joaquín, del taller. Las miradas le quemaban la nuca. Todos sabían quién era él. O más importante, qué era él. Quizás nadie lo estuviera mirando realmente, pero él así lo sentía. Mire, Juan. ¿Lo ve? ¿Ve lo que sucede? ¿Ve que no funciona? ¿Lo ve, Juan? ¿Lo ve?
Se levanto como quien se eleva por sobre una montaña de escombros, erguido, con los ojos vidriosos. Ahora sí lo estaban mirando. Tomo la última caña, dejó el vaso sobre la mesa, se puso la campera, observó a todos en silencio y abandonó el bar.
En la calle no había un alma. Se anudó la bufanda y caminó rumbo al taller. Le pareció que veía los colores del pueblo un poco más opacos. Debe ser la bebida, pensó.
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