Noviembre de 1961
Desde siempre, los cementerios le habían resultado algo tenebroso. No porque fuera de noche, o las cruces: es que nunca se había acostumbrado a esa sensación de ir caminando sobre gente dormida, como rodeado.
Sin embargo, esa noche Juan se sentía distinto. El fueguito acentuaba las formas oscuras de las cruces, las lápidas y las pequeñas bóvedas, la noche era más noche que nunca y el viento soplaba bajito e inquietante. Así y todo se sentía distinto, no tenía miedo. Quizás estuviera con la cabeza puesta en la huelga, quién sabe. Aunque no dejaba de causarle gracia: años temiéndole a los fiambres y ahora lo protegían. A los cementerios la policía no entraba, les daba el mismo cagazo que a él, años antes. Y si lo hacían, había lugares de sobra por donde salir rajando.
Dejó de pensar en eso y miro en silencio a los que formaban la ronda en torno al fuego, calentándose las manos. El que hablaba era Ramiro.
- …así que menos mal que me pude rajar. Dicen que trajeron el Bruselas, un buque cárcel o algo así, porque no tienen más lugar. Todavía tienen a la sombra a unos cuantos del quilombo del frigorífico ese de Buenos Aires, el Lisandro de la Torre, hace un par de años.
Ramiro hablaba del asunto como quién dice a ver cuando nos hacemos un asado. Era un fraternal, así llamaban a los maquinistas. A Juan, esa forma de llamarlos le sonaba a monje con capucha, aunque nunca supo por qué. Lo había conocido hacía años, en una cena de nochebuena en su casa. Su familia vivía en la capital, pero a él le había tocado llevar el último tren hasta San Marcos y pasar la noche allá. El padre de Juan lo había invitado (obligado hubiera sido más correcto) a cenar con su familia para que no pasara solo las fiestas. Había sido Ramiro el que había llevado de paseo al hijo de don Andrada por primera vez en una locomotora, el que le había mostrado el horizonte de los campos abiertos, el que le había contado las primeras historias entre el ruido ensordecedor de la máquina. Tenía una cara redonda y bonachona, con anteojitos pequeños y todo, y a Juan le seguía pareciendo más un pediatra o un jardinero que el tipo que le había puesto un 38 en la cabeza al comisario del pueblo, cuando le dio aquél ataque de patriotismo y no quiso largar a los cuatro compañeros detenidos, la semana anterior. Habían caído mientras visitaban a sus familias, con orden de detención y todo, para prestar servicio. No había mucho por hacer, pensaron todos, menos Ramiro, que había dicho ni en pedo, había cazado a Juan del brazo y a cinco más del taller y había salido como loco en la Ford, echando polvo, derechito para la comisaría. El comisario había pensado que se venían a entregar, así que pasaron todos por la puerta sin problema, hasta que de la nada aparecieron varios revólveres y un rifle de caza. Para esta hora debía estar lamentándose, si es que se le habían secado los pantalones. Cuestión que ahora estaban todos ahí, recagándose de frío, Juan, Ramiro, los cuatro ex detenidos y un par más.
Dalmiro, el encargado del cementerio, cebaba mate. Parecía un Señor de los Muertos, un mandinga medio gauchesco, emponchado hasta el cuello para no chupar frío y sentado sobre la losa de la tumba de los Ferrer, mientras sostenía la pava con una mano y pasaba el mate con la otra. Al principio Juan había pensado que lo incomodaban estando ahí, incluso llegó a sospechar que quizás los delataría, pero ahora se daba cuenta que el tipo estaba encantado de que su lugar sirviera de refugio. Era lo más interesante que le había pasado en años y se le notaba en la cara: la estaba pasando fenómeno.
Diego, el hijo de Alberto, el actual jefe del taller, leía La Razón, donde parecía que había un par de notas sobra la huelga. Había empezado la universidad en la capital ese mismo año. Hacía rato que debía haber vuelto a clase, y la madre, que se la había visto venir, le había prohibido meterse en el quilombo del padre. Diego estaba estudiando, o eso creían todos incluido Alberto, hasta que se apareció por el cementerio en plena noche con todo el bolso, los libros y dos docenas de facturas. El jefe de Juan todavía lo miraba desde el otro lado del fuego, donde el pibe se había ubicado a prudente distancia, y era evidente que dudaba entre tirarle con algo (de hecho, habían tenido que pararlo entre varios para que no lo fajara) o abrazarlo.
Otro que andaba por ahí era un tipo grande, entrado en años y que no tenía pinta de ferroviario. Juan no había sabido en principio de dónde había salido y tampoco era cuestión de andar haciendo preguntas sobre quién era quién y qué andaba haciendo cada uno por ahí. Dalmiro se ocupó de despejarle las dudas. El tipo se llamaba Almada y había trabajado de maquinista naval. Resulta que el gobierno tenía 150.000 ferroviarios de paro, pero había decidido hacer andar los trenes como fuera. Para eso, necesitaba reclutar a cualquiera que hubiera manejado algo en su vida. No le alcanzaba con el personal jerárquico y algún que otro carnero. Parece que había decidido contratar a los maquinistas navales, pagándoles casi un tercio de su sueldo por día si hacían andar las locomotoras. El tipo este, decía Dalmiro, le había contado que los navales habían rehusado traicionar la memoria de Guillermo Brown (aunque el sepulturero decía no tener idea de quién era aquél fulano) y que habían rechazado el dinero. Lo que se dice, en palabras del Vasco, que lo habían mandado a tomar por culo. Mientras escuchaba a Dalmiro que le contaba bien bajito todo esto, miraba al tipo de reojo que, silencioso y calentándose las manos cada tanto, escuchaba a Diego leer una noticia en voz alta.
Mientras observaba al jubilado, Juan comenzó a pensar que la cosa estaba mucho más peluda de lo que nunca se hubiera imaginado. En la cabeza se le arremolinaban su familia, los soldados, el perro del sepulturero, la Gallega, Guillermo Brown y el clásico del domingo. Pero allí, con Ramiro, Diego, Alberto, Dalmiro, los cuatro compañeros, Almada y los fiambres, se sentía más acompañado que nunca.
Diciembre de 1975
No era porque lo hubiera estudiado, o porque se lo hubieran explicado en el Partido. Tampoco era por lo que dijera la prensa. Los militares iban a entrar en escena una vez más y a esta altura, ni a Juan ni a nadie le sorprendía. Pero acá pasaba otra cosa. Algo se venía y él lo olía en el aire.
Últimamente recordaba a menudo lo de Larkin, hacía ya varios años. La militarización de los ferrocarriles, el intento de cerrar ramales enteros y construir rutas, fábricas de autopartes, camiones. El General Larkin. Para aplicar un proyecto económico, los norteamericanos habían enviado un militar. Algo se debían imaginar, vamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.
Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.
Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del taller. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, descubren que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de acero del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.
Todo es silencio por un instante. The General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde debiera estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…
Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. El taller entero se activa.
- What…
La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.
No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, un ¡vivalapatriatraidoreshijosdeputafuera! del que desconoce su significado pero que no hace falta ningún traductor que le explique su sentido. Lo único que oye (y entiende bastante bien) son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.
Juan sonreía de costado cada vez que recordaba el episodio de Pérez, siempre lo había hecho. Ahora no. Seguían siendo los mismos de siempre, y seguía siendo, de fondo, lo mismo de siempre. Pero ya no sería a plena luz del día. Iba a ser distinto. Y tampoco creía que ahora fuera a alcanzar con bulonazos y tuercas.
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