Sr. Director:
Quisiera referirme brevemente al problema de la inseguridad que estamos padeciendo, como nunca, los argentinos en estos últimos años. Pero también quisiera poder hacer una pequeña reflexión sobre otro tema estrechamente relacionado: la inmigración.
Vivo hace casi 40 años en lo que llaman “el Bajo Flores”. Soy dueño de un comercio que perteneció a mis padres y que es de los negocios más viejos del barrio. Al igual que los vecinos más antiguos de la zona, he visto como con el correr de los años, ha aumentado enormemente la inmigración, en particular, la proveniente de países limítrofes o cercanos como Bolivia, Perú y Paraguay. Al mismo tiempo y paralelamente, la delincuencia, sobre todo la relacionada con el narcotráfico y el robo, ha alcanzado niveles exorbitantes. ¿Existe una relación entre estas dos cuestiones? ¿Es la primera, la causa de la segunda? Creo que sí, y quiero explicar por qué, aún a riesgo de ser tildado de “reaccionario” o “facho” por todos los “progresistas” que tanto abundan últimamente, y a los que seguramente no los han asaltado 10 veces en un mismo año, ni les han matado un familiar para robarles un celular.
No tengo nada en contra de los inmigrantes, todo lo contrario. Provengo de una familia de italianos, como tantos otros argentinos. El barrio, al igual que el resto de la provincia y el país, se fue formando con sucesivas oleadas inmigratorias: españoles, italianos, algunos alemanes y franceses, judíos, etc. Muchos venían huyendo del hambre o la guerra. Ya todos conocemos la historia. Y todos aquellos que fueron llegando, lo hicieron con una idea clara: trabajar y tener un hogar. Algunas de sus costumbres las mantuvieron, otras fueron modificadas, adaptadas, pero siempre hubo una intención de integración al resto de la sociedad. Todos ellos venían con una “idea” de progreso, de bienestar. Aprender la lengua, un oficio, tener un buen trabajo, integrarse: eran valores que todos compartían. Tenían (teníamos) diferencias culturales y también, por qué no, prejuicios: el italiano era el “tano”, el español era el “gallego” bruto. Incluso acá, en “el Bajo” Flores, estaba el “Ruso”, un judío odontólogo que atendía a mi familia. Quizás no fuera lo que hoy llamaríamos una forma “correcta” de referirse a él, pero el apodo le cabía a todos por igual y nadie era un paria. Todos intentaban ser parte del resto.
Los clanes y familias (“colectividades”, como gustan de llamarlas algunos periodistas) que campean a sus anchas por las calles de mi barrio, poco tienen que ver con aquellos inmigrantes de los que hablo. Por no mencionar los que viven atrincherados en sus fortalezas de la villa 11-14, cerca de la cancha de San Lorenzo. Sus actividades ilegales aparecen regularmente en los medios, la policía sabe de sus negocios (cuando no participa en ellos), los vecinos (todos) saben de sus andanzas. Los muertos se amontonan en las esquinas, semana tras semana, después de tal o cual ajuste de cuentas. La venta de artículos robados, el robo, la prostitución y sobre todo el narcotráfico, son moneda corriente en este lugar donde las bandas formadas por familias de las diferentes nacionalidades que pueblan la zona resuelven sus diferencias a puro tiro. Los vecinos vivimos presos de una situación que nadie parece poder manejar. Si no es un robo en la calle, es el asalto a mi comercio, un secuestro “express”, o un encuentro con cualquiera de los grupos de drogados que rondan por ahí a cualquier hora del día. Esta es la realidad, aunque a alguno le parezca discriminatorio lo que digo, todos saben que es así. Hay mafias bolivianas, paraguayas, peruanas, chilenas. Todos los días alguien muere, todas las semanas se incauta droga, todo el tiempo aparece en los medios, pero si alguien señala esto, es tildado de “racista”.
Por supuesto, no todos son criminales. Existe una franja de inmigrantes que vienen a instalarse y conseguir un trabajo. ¿Se integran con los vecinos, buscan un trabajo en la zona, sus hijos van a las mismas escuelas que los demás, aprenden el idioma? No. Se recluyen, amontonados unos sobre otros, en esas villas controladas por narcotraficantes de su misma nacionalidad. Levantan piso sobre piso de casas precarias, junto a calles de tierra, sin agua potable, luz o gas. Eso sí, de lejos se ven las antenas de Internet o de televisión satelital, los carteles luminosos de sus locales, el humo de la comida que preparan. De cerca se ven sus ropas caras (copias, pero caras), celulares que parecen computadoras portátiles, zapatillas de 300 pesos. Solo celebran sus festividades. Si uno quiere hablar, apenas se los entiende. Y si nos atrevemos a caminar por su territorio, nos miran haciéndonos saber que el extranjero, allí, somos nosotros. Todo esto también es real, y todos lo saben. Pero en este caso, también, decirlo es ser “racista”.
En los últimos días, se ha generado un revuelo en Francia por la decisión del presidente Sarkozy de “endurecer” las leyes “contra” los inmigrantes. Básicamente, decidió retirarle la ciudadanía a aquellos inmigrantes que cometieran delitos graves (homicidios agravados, por ejemplo) o atentaran contra figuras o instituciones gubernamentales (matar un policía, atacar un municipio). Digo yo, ¿no es esto acaso lo mínimo que se le puede exigir a alguien que viene a buscar trabajo, seguridad y bienestar a un país, que le abre las puertas y le ofrece las posibilidades que no tuvo en el suyo? ¿Dónde está el racismo en deportar a aquellos inmigrantes que vienen y forman bandas criminales con las que inundan de droga la ciudad? ¿Qué derechos reclaman aquellos que, aún sin ser criminales, no pagan impuestos ni servicios, no les interesa qué ocurre fuera de los muros de sus conglomerados, no buscan integrarse y solo esperan recibir dinero y seguridad del Estado para sus “colectividades”?
Espero que alguna vez se pueda debatir este tipo de cuestiones, sin caer en el estereotipo “progre” del “inmigrante bueno”, tan nocivo y falso como su contraparte, el “narco colombiano”. La inmigración es un derecho que todos deberían tener, pero como todo derecho, demanda responsabilidades y obligaciones. Por lo menos, el cuidado y el respeto hacia el país que da la oportunidad de tener una vida digna.
Alberto Roseti
DNI 14.675.340