jueves, 29 de julio de 2010

Proyecto narrativo - Sobre qué voy a escribir

La historia que intento narrar parte de dos ideas, o dos grandes grupos de ideas madre. El primer grupo tenía que ver con el lugar donde trabajo, el ferrocarril. Hace tiempo que acumulo historias, datos, conversaciones, reportajes, documentales, textos, noticias, en fin, cosas que las dejo ahí, en el tintero, sin saber bien qué hacer con ellas.

El segundo grupo de “cosas” tiene que ver con lo que leí de Campbell. En el texto que leímos hay todo una especie de disección del “héroe”: qué es, qué representa, qué lo define, qué características tiene, cuál es su viaje, su ascenso, su némesis, la batalla, su glorificación y su muerte.

Leyendo lo de Campbell pensaba que en la realidad, existen esos “héroes”, esos viajes iniciáticos, esas batallas, esos ascensos, etc. No me refiero a héroes nacionales o populares, sino a gente común. El caso es que, como es la realidad, no siempre terminan glorificados y muertos. Bueno, muertos muchas veces sí, pero no es ése el caso que me interesa. En primer lugar, el “esquema” del héroe de Campbell se repite, podemos encontrarlo en la realidad, es un modelo que, simplificado a persona-recorrido-medio-obstáculos-conflicto, podemos encontrarlo en numerosas vidas, muchas veces de lo más anónimas. La relación entre el “héroe” de Campbell y su némesis, la “proporción” (o desproporción) entre él y lo que debe enfrentar, las dificultades de su viaje (pongamos por caso, un héroe griego vs. los dioses o una bestia mítica) es la misma que la que existió entre personas sencillas y ciertas situaciones o sistemas que decidieron enfrentar. El esquema “campbelliano” existe fuera de las historias griegas y dicho sea de paso, de los libros.
En segundo lugar, y como es la realidad, estos “héroes reales”, terminan mal. En el caso de resultar muertos, no suele ser una muerte que lo glorifique en los términos a los que estamos acostumbrados: posando para la foto, espada en mano, el último en retirarse. Si mueren, suelen hacerlo en lugares recónditos, lejos de la mirada de nadie, en condiciones pésimas, muchas veces apaleados y torturados. Y eso si mueren. El caso que me interesa a mí es, justamente, el de la inmensa mayoría que no lo hace. Y es donde veo una bifurcación del recorrido que hace Campbell: el héroe viejo, el que perdió la batalla, o el que ganó una pero el mundo ni se enteró (o eso cree él) y termina solo, pasando sus días sin que pase nada de lo que les suele pasar a los héroes. Termina viviendo una vida de simple mortal, cuando no lo es. Y ni siquiera tanto, muchas veces, en situaciones peores que las de sus semejantes, ninguneado por ellos. Es algo que me faltó ver en Campbell, el ocaso del héroe.

Juntando todo esto que intenté explicar, dije: quiero contar la historia de un tipo, trabajador del ferrocarril, su viaje, sus batallas y lo mal que le fue. La historia del ferrocarril es una historia de derrotas, entonces yo dije: quiero contar la historia de la derrota y el ocaso de un héroe de la realidad, no campbelliano. Para esto tengo dos problemas. En primer lugar, la duración de la historia. Por su propia naturaleza se alarga, se estira constantemente, aparecen personajes, episodios, situaciones. Hasta ahora lo tengo más o menos resuelto: un narrador que le dará un marco general a la historia que cuenta (la de Juan) y ciertas escenas de la vida del personaje que vayan marcando épocas, situaciones y momentos de su vida.

El segundo problema es el de cómo contarlo. Los episodios históricos, ciertas fechas y lugares de la historia, existen o existieron. Los nombres de los personajes, los personajes mismos, los lugares, los hechos, todo existió de una u otra forma en algún lugar y momento. Yo mezclé todo, según necesité para contar lo que quiero contar. Sin embargo, la mayoría de la información la saqué de conversaciones y charlas con gente que estuvo más o menos relacionada con estos hechos u otros similares. La transmisión de la información fue oral, con sus características propias y me resulta francamente imposible tratar de contarlo de otra forma que no sea como lo intento hacer, tratando de que sea lo más parecido a una historia que se cuenta alrededor de una mesa. Así me llegó a mí, es así como me sale contarla y creo que es el “formato” que mejor se adapta. Por eso también me gusta el texto de Pérez Reverte y su particular forma de contar la Historia. Se podría plantear una situación similar a lo que discutimos de Geertz, pero para los historiadores en lugar de los etnógrafos.

Si hace falta, aclaro algún punto más. ¡Acepto comentarios!
PD: Subí, junto con esto, las reescrituras de los fragmentos 1 y 2 (detalles que fui encontrando, más que nada), más un tercero.

Proyecto narrativo - Fragmento 3, Toma 1

Noviembre de 1961

Cualquier cementerio le había significado, desde siempre, algo tenebroso. Y no porque fuera de noche, o las cruces. Es que nunca se había acostumbrado a esa sensación de ir caminando sobre gente dormida, como rodeado.

Esa noche, sin embargo, Juan se sentía distinto. El fueguito acentuaba las formas oscuras de las cruces y las pequeñas bóvedas, la noche era más noche que nunca y el viento soplaba bajito e inquietante. Así y todo se sentía distinto. No tenía miedo. Tenía más de qué preocuparse con los vivos que de todos los muertos del mundo. O quizás estuviera con la cabeza puesta en la huelga. Le causaba gracia: años temiéndole a los fiambres y ahora lo protegían. A los cementerios la policía no entraba, les daba el mismo cagazo que a él, años antes. Y si lo hacían, había lugares de sobra por donde salir rajando.

Dejó de pensar en eso y miro en silencio a los que formaban la ronda en torno al fuego, calentándose las manos. El que hablaba era Ramiro.

- …así que menos mal que me pude rajar. Dicen que trajeron el Bruselas, un buque cárcel o algo así, porque no tienen más lugar. Todavía tienen a la sombra a unos cuantos del quilombo del frigorífico ese de Buenos Aires, el Lisandro de la Torre, hace un par de años.

Ramiro hablaba del asunto como quién dice a ver cuando nos hacemos un asado. Era un fraternal, así llamaban a los maquinistas. Juan lo había conocido hacía años, de pasada por el taller de San Marcos. Había sido Ramiro el que lo había llevado de paseo por primera vez en una locomotora, el que le había mostrado el horizonte de los campos abiertos, el que le había contado las primeras historias entre el ruido ensordecedor de la maquina. Había sido también el que le había puesto el fierro en la cabeza al comisario del pueblo, cuando le había dado el ataque de patriotismo y no había querido largar a cuatro compañeros detenidos, la semana anterior. Habían caído mientras visitaban a sus familias, con orden de detención y todo, para prestar servicio. Con el hecho consumado, no había mucho por hacer. Eso habían pensado todos, menos Ramiro, que había dicho ni en pedo, había cazado a Juan del brazo y a cinco más del taller y había salido como loco en la Ford, echando polvo, derechito para la comisaria. El comisario había pensado que se venían a entregar, así que pasaron todos por la puerta sin problema, hasta que de la nada aparecieron varios revólveres y hasta un rifle de caza. Ahora debía estar lamentándose, si es que se le habían secado los pantalones.

Así que ahora estaban todos ahí, recagándose de frio, Juan, Ramiro, los cinco ex detenidos y un par más. Dalmiro, el encargado del cementerio, cebaba mate. Parecía el Señor de los Muertos y a decir verdad, estaba encantado de que su lugar sirviera de refugio. Era lo más interesante que le había pasado en años y se notaba que disfrutaba de la reunión.

Diego, el hijo de Alberto, el jefe del taller, leía La Razón, donde había un par de notas sobra la huelga. Había empezado la universidad en la capital ese mismo año. Hacía rato que debería haber vuelto a clase, y la madre, que le había visto las intenciones, le había prohibido meterse en el quilombo del padre. Diego estaba estudiando, o eso creían todos incluido Alberto, hasta que se apareció con todo el bolso, los libros y dos docenas de facturas por el cementerio, en plena noche. El jefe de Juan todavía lo miraba desde el otro lado del fuego, donde el pibe se había ubicado a prudente distancia, y era evidente que dudaba entre tirarle con algo (de hecho, habían tenido que pararlo entre varios para que no lo fajara) o abrazarlo.

Otro que andaba por ahí era un tipo grande, no demasiado viejo pero ya entrado en años. No tenía pinta de ferroviario y Juan no había sabido en principio de dónde había salido. Tampoco era cuestión de andar haciendo preguntas sobre quién era quién y qué andaba haciendo cada uno por ahí. Dalmiro se ocupó de despejarle las dudas. El tipo se llamaba Almada y era jubilado. Había trabajado de maquinista naval. El gobierno tenía 200.000 ferroviarios de paro, pero había decidido hacer andar los trenes como fuera. Para eso, necesitaba reclutar a cualquiera que hubiera manejado algo en su vida. No le alcanzaba con el personal jerárquico y algún que otro carnero. Parece que había decidido contratar a los maquinistas navales, pagándoles casi un tercio de su sueldo por día si hacían andar las locomotoras. El tipo este, decía Dalmiro, le había contado que los navales se habían rehusado a traicionar la memoria de Guillermo Brown (aunque el sepulturero decía no tener idea de quién era ese fulano) y que habían rechazado el dinero. Así que Frondizi recurrió a los jubilados del gremio. Parecido (o peor) resultado debió haber tenido, porque ahí nomás tenía, del otro lado de las brasas, a uno de ellos. Mientras escuchaba a Dalmiro que le contaba bien bajito todo esto, miraba al tipo de reojo, que silencioso y calentándose las manos cada tanto, escuchaba a Diego leer una noticia en voz alta.

Mientras observaba al jubilado, Juan comenzó a pensar que la cosa estaba mucho más peluda de lo nunca se hubiera imaginado. Pero allí, con Ramiro, Diego, Alberto, Dalmiro, los cuatro compañeros, el jubilado Almada y rodeado de muertos, se sentía acompañado como no recordaba haberlo estado nunca.

Proyecto narrativo - Fragmento 2, Toma 2

Diciembre de 1975

No era que no lo hubiera estudiado, o que en el Partido no se lo hubieran explicado. Estaba clarito como el agua, pero por alguna razón no dejaba de sorprenderlo. Juan sentía una pizca de orgullo en medio de esa sensación de tragedia inminente que le venía creciendo desde hacía meses en el estomago. Cada vez más, les hacía falta movilizar a las Fuerzas Armadas para contener a los trabajadores. Algo se venía: lo olía en el aire.

¿Pero acaso no lo había comprobado ya, hacía años, cuando lo de Larkin? ¿No había sido, en aquél entonces, un militar el encargado del diseño de todo el plan? No habían enviado un ingeniero, un economista o un científico. Habían enviado un general. El General Larkin. Para aplicar un proyecto económico, los norteamericanos habían enviado un militar. Algo se debían imaginar, vamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.

Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.

Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Todo gris. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del lugar. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, se percatan de que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de acero del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.

Todo es silencio por un instante. El General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde tuviera que estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…

Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. El taller entero se activa.

- What…

La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.

- ¡Traidores! ¡Vivalapatria! ¡Hijoeputas!

No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, lo único que oye son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.

Juan sonreía de costado cada vez que recordaba el episodio de Pérez, siempre lo había hecho. Pero ahora no. Seguían siendo los mismos de siempre, pero hacía tiempo que habían dejado de moverse a plena luz del día, solamente. Y tampoco creía que ahora fuera a alcanzar con bulonazos y tuercas.

Proyecto narrativo - Fragmento 1, Toma 2

Noviembre de 1961
Juan continuaba observando todo desde su escondite, el viejo cuartito donde se guardaban las pelotas, redes y otros elementos que los jóvenes del pueblo utilizaban en el club. Intentaba no perder ningún detalle de lo que veía, pero a menudo el olor a cuero viejo y polvo que impregnaba el lugar lo distraía. El Deportivo San Marcos, centro cultural y recreativo del pueblo del mismo nombre, no era más que una canchita al aire libre rodeada de tribunas de madera y un edificio central con el portón que daba a la calle, donde estaban los vestuarios, una oficinita, el bar y el sucucho donde Juan se había metido. En el club practicaban deportes los alumnos de la escuela, los viejos ocupaban religiosamente todos los martes el espacio cedido para su cancha de bochas (después de lo de la plaza central, con Vicente pasando la noche a la sombra y todo aquél escándalo), los vecinos del pueblo hacían sus picados y se realizaban las fiestas: cumpleaños de quince, bautismos, casamientos, carnavales, kermeses y cuanta juerga se organizara. Juan podía ver, todavía, los restos de las guirnaldas de la fiesta de casamiento del hijo de Octavio. El recuerdo del brindis lo distrajo otra vez: se había puesto traje y todo, y todavía lo andaban llamando pingüino por el barrio.

- A ver señores… por favor, un poco de calma.

La voz del intendente lo devolvió a la realidad y se acomodó mejor para poder observarlo. El tipo, de impecable traje claro y zapatos relucientes, sudaba a gota gorda mientras trataba de calmar a las cuatrocientas almas que llenaban las gradas. Varios hombres lo rodeaban. Juan pudo distinguir a uno en particular, igualmente trajeado, pero más refinado. No parecía sudar. Más atrás, aguardaba un militar con dos soldados pegaditos a los talones.

- …todos sabemos que esta situación, así como está, no puede seguir. Todos vimos la televisión y escuchamos la radio y sabemos que en otras partes pasa lo mismo. Acá hay intereses que ustedes ni conocen. Lo que esta gente está haciendo es perjudicar al país, y en este caso, al pueblo de San Marcos. Y eso no lo podemos permitir…

La gente escuchaba al intendente y se miraba entre sí. La huelga de los ferroviarios llevaba ya varias semanas. La televisión y la radio no habían cesado en comunicar las pérdidas millonarias que el tren le generaba al país. El mismísimo presidente Frondizi había explicado que el déficit era insostenible. Había que recortar ramales, talleres y personal ferroviario. Uno de esos ramales era el que pasaba por San Marcos, donde había, dicho sea de paso, un taller y muchos ferroviarios. A sus habitantes les había parecido bien eso de modernizar el país, salvo la parte en que debían perder la estación y el tren que los comunicaba con la capital de la provincia. Tampoco les había hecho mucha gracia el cierre del taller, del que dependían 150 familias de forma directa, sin contar en cómo repercutiría aquello en la economía local. Así que cuando los ferroviarios fueron a la huelga, el pueblo los apoyó. Kermeses, fondos de huelga, marchas, fiados en los comercios. Pero el gobierno proscribió la huelga y puso a los ferroviarios bajo la órbita militar en todo el país: rango militar, justicia militar, y a manejar locomotoras sin chistar. Qué tanto alboroto. Y ni siquiera así. Tercos como mulas, los trabajadores se convirtieron en prófugos y se escapaban del ejército, escondiéndose en casas cercanas, campos, cementerios, baldíos, evitando que los llevaran a hacer andar los trenes a punta de fusil. La gente los protegía, y el ejército lo sabía.

Así que allí estaban, con todos los vecinos que habían podido encontrar, chupando frío en la canchita del San Marcos, con el intendente tratando de conciliar las partes, mientras sudaba océanos, un ejecutivo traído de quién sabe dónde, que hablaba de rentabilidad, déficit fiscal, reestructuración del sistema de transporte y actualización de infraestructura obsoleta, y un par de militares con cara de que la cosa iba en serio, por si a alguno le quedaban dudas. El intendente sabía que nadie se iba a parar delante de todos a delatar donde se escondían los prófugos (que por otra parte eran sus propios vecinos), pero sí podía intentar quebrar el apoyo de los habitantes de San Marcos a la huelga. El pueblo venía mal hacía un par de años y un plan de obras públicas (el intendente creía que de eso se trataba, al fin y al cabo, todo el asunto) reflotaría la situación. Pero para eso, era necesario el plan de reestructuración. Y con esta idea en la mano, venía dale que dale hacía más de una hora.

Juan observó los murmullos y los pequeños grupos de debate que se habían formado en las gradas. La gente dudaba, evaluaba, discutía. Juan los entendía, con el ejército de por medio la cosa no daba para ir apadrinando proscritos. Ya habían hecho bastante. Les avisaría a los demás cómo venía la mano. De pronto, tronó una voz desde el centro mismo de la tribuna. No fue tanto por su potencia sino por el silencio hecho por las demás voces, que Juan la oyó y se frenó en seco. Había reconocido el relincho del Vasco.

Como un dominó, una a una las cabezas empezaron a girar hacia donde provenía la voz. El viejo tenía un temperamento de mierda, de eso a Juan no le cabía la menor duda. Todavía recordaba los coscorrones que le había dado hacía años por espiarle la hija, la Gallega (no podía haber llevado otro sobrenombre) quien ahora le sostenía una mano. Su padre había pasado desapercibido, casi escondido, pero a la vista de todos, en el centro de las gradas, durante toda la discusión. Pero ahora la cosa había cambiado, y las miradas comenzaban a apuntarle.

Resulta que el Vasco era vasco de verdad. Hablaba un idioma raro que nadie en el pueblo entendía, salvo su hija. La cantidad de castellano en sus frases era inversamente proporcional a la calentura que tuviera el viejo en el momento, así que por lo general no se le entendía ni jota. De cualquier forma, no era de esos tipos que abrían la boca por cualquier cosa. Para la mayoría, el viejo estaba ahí desde mucho tiempo antes que ellos y había alcanzado ese extraño escalafón al que se llega en una comunidad cuando padres y abuelos dicen de alguien: “Con fulano no se jode”, aunque nadie aclare por qué. Juan había escuchado historias acerca del Vasco: que se había escapado de la guerra en España hacía como treinta años, que no había dejado que la hija se casara con nadie, que era el que le había envenenado las gallinas a los Quintana y cosas por el estilo. Para él, sin embargo, era un viejo de mierda. Había armado un quilombo bárbaro cuando le hicieron las vías pegadas a su campito y siempre que podía se la agarraba con alguno del taller. Ahora parecía que se le había dado por la oratoria. Más que frases y palabras, emitía una especie de graznido, mientras agitaba su boina con una mano y a la pobre Gallega con la otra, que lo sostenía para que no se cayera. Nadie entendía qué era lo que decía, pero Juan, que lo conocía (o creía conocerlo) pensó que no podía ser nada bueno para los huelguistas. Iba a tirarles todo el pueblo encima. Vasco de mierda, ahora se las iba a cobrar todas juntas. Lo de las vías en el campito, la agarrada con Martín, lo de la hija. Todas.

Algo así debió pensar el trajeado que andaba con el intendente. Se adelantó algunos pasos, con una mano en el bolsillo del pantalón y con un andar como si caminara hacia la barra en un bar. O así le pareció a Juan.

- Quisiera saber qué es lo que el señor tiene para decir…

La Gallega miró a su padre, quien le hizo un gesto evidente para que le tradujera. Estaba blanca y miraba a los vecinos como pidiendo auxilio. La gente la alentaba por lo bajo, pero ella parecía que no se decidía. El padre volvió a tironearle de la mano y le señaló el frente. El trajeado comenzó a perder la paciencia. Como quien le señala dos tomates a un verdulero o un maestro que descubre al alumno del fondo que está copiándose el examen, el tipo la señaló moviendo el dedito mientras la apuraba con cierto tonito.

- A ver, a ver, usté señora o señorita, qué dice el abuelo…

Juan vio la cara de la Gallega cuando se volvió hacia el tipo, mirándole el dedito y luego a los ojos. Este también la vio, pero antes de que pudiera reaccionar, la Gallega decidió hacer valer su apodo.

- Mi padre dice que no se cruzó medio océano para escuchar la mierda que está escuchando de un gilipollas como usted, que no entiende nada de nada. Que quién coño se ha creído usted que es, que esto es San Marcos, y que se vaya a tomar por culo usted, sus putos soldados y toda esa mierda de la modernización. Eso dice.

Juan miró al Vasco como si lo hiciera por primera vez en su vida. Y mientras se escabullía, se dijo a sí mismo que la Gallega estaba más linda que cuando la espiaba por la ventana, hacía ya algunos años.

domingo, 25 de julio de 2010

Ayuda con el proyecto narrativo.

Acabo de subir un par de escenitas que tenía en mente para el proyecto narrativo. Anduve con algunos problemas para escribir y subir todo porque estoy de viaje.
De cualquier forma, tengo un par de problemas con los que quizás puedan ayudar.
-Se me va el texto, se me va y se me va. Lo quiero más resumido y se me hace largo. Quiero acortarlo, limpiarlo, hacerlo más chiquito. No solamente en longitud, sino en la forma. O por ahí no se lo puede recortar más, pero bueh.
-Tenía otras dudas pero ahora me olvidé. Es la hora, sepan disculpar.
En fin, critiquen a piacere, porque tengo medio claro por donde tiene que ir la historia, pero se me va de foco, digamos. En una de esas, con algún comentario, se me aclara el panorama. Se que nadie tiene idea de qué se trata la historia, pero no importa. De última lo explico en algún mail o en otro post.
Gracias y saludos!
PD: Debo el análisis del texto de Guinzburg, pero es largo y no quiero hacer un resumen simplemente, no me parece que aporte nada hacer eso.

Proyecto narrativo - Fragmento 2, Toma 1

No era que no lo hubiera estudiado, o que en el Partido no se lo hubieran explicado. Estaba clarito como el agua, pero por alguna razón no dejaba de sorprenderlo. Juan sentía una pizca de orgullo en medio de esa sensación de tragedia inminente que le venía creciendo desde hacía meses desde el estomago. Era diciembre de 1975. Cada vez más, les hacía falta movilizar a las Fuerzas Armadas para contener a los trabajadores. ¿Pero acaso no lo había comprobado ya, hacía años, cuando lo de Larkin? ¿No había sido, en aquél entonces, un militar el encargado del diseño de todo el plan? No habían enviado un ingeniero, un economista o un científico. Habían enviado un general. El General Larkin. Algo se debían imaginar, digamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.

Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.

Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Todo gris. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del lugar. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, se percatan de que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de hierro del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.

Todo es silencio por un instante. El General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde tuviera que estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…

Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. Como un ser vivo, el taller entero se activa.

- What…

La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.

- ¡Traidores! ¡Vivalapatria! ¡Hijoeputas!

No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, lo único que oye son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.