Diciembre de 1975
No era que no lo hubiera estudiado, o que en el Partido no se lo hubieran explicado. Estaba clarito como el agua, pero por alguna razón no dejaba de sorprenderlo. Juan sentía una pizca de orgullo en medio de esa sensación de tragedia inminente que le venía creciendo desde hacía meses en el estomago. Cada vez más, les hacía falta movilizar a las Fuerzas Armadas para contener a los trabajadores. Algo se venía: lo olía en el aire.
¿Pero acaso no lo había comprobado ya, hacía años, cuando lo de Larkin? ¿No había sido, en aquél entonces, un militar el encargado del diseño de todo el plan? No habían enviado un ingeniero, un economista o un científico. Habían enviado un general. El General Larkin. Para aplicar un proyecto económico, los norteamericanos habían enviado un militar. Algo se debían imaginar, vamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.
Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.
Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Todo gris. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del lugar. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, se percatan de que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de acero del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.
Todo es silencio por un instante. El General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde tuviera que estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…
Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. El taller entero se activa.
- What…
La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.
- ¡Traidores! ¡Vivalapatria! ¡Hijoeputas!
No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, lo único que oye son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.
Juan sonreía de costado cada vez que recordaba el episodio de Pérez, siempre lo había hecho. Pero ahora no. Seguían siendo los mismos de siempre, pero hacía tiempo que habían dejado de moverse a plena luz del día, solamente. Y tampoco creía que ahora fuera a alcanzar con bulonazos y tuercas.
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