viernes, 16 de abril de 2010

La última ventanita del fondo

Uno puede caminar por la exposición de Steve McCurry como quien deambula por un cuarto lleno de ventanas. Tal vez ese sea el sentido de la fotografía, ser ventanas hacia, pero muchas veces son las fotos las que se meten con nosotros, aún sin que lo queramos. En este cuarto de ventanas, sin embargo, somos siempre nosotros los que nos asomamos sin meternos, nos metemos sin tocar, miramos... y el fotógrafo nos ayuda a ver.

Recorriendo la muestra, empezamos a notar que todas las fotos corresponden al continente africano y a ciertas zonas de Asia. Vemos pescadores, niños, mujeres, feriantes, sacerdotes: a sus vidas nos asomamos, por un instante, por la ventana. A veces un rostro, un gesto, hace que sin darnos cuenta terminemos con medio cuerpo adentro. Pero solo eso, medio cuerpo.

La distancia en espacio y tiempo con las personas y paisajes nos mantiene a salvo de preguntas incómodas y realidades incomprensibles: es una de las ventajas de ser el que mira por la ventana y no el observado. Es entonces cuando empezamos a buscar, entre las demás, una ventana que dé hacia nuestro propio continente, América Latina. El fotógrafo nos ha dejado tan solo una. Una que a sus ojos alcanza para asomarnos a una realidad demasiado amplia, demasiado profunda. Solo que aquí, ponernos a salvo cuesta un poco más, y para cuando comenzamos a asomarnos, ya sentimos la patada que se viene del otro lado.

"América Latina"

martes, 13 de abril de 2010

El juego de Arcibel

lunes, 12 de abril de 2010

¿Se acata firme o cobardemente? ¿Sumisa o voluntariamente?

¿En qué momento termina la voluntad y comienza la opresión? ¿Cuándo una orden pasa a ser una responsabilidad asumida en aras de alguna idea no siempre tan clara? ¿Cuántas veces nos rebelamos sin rebelarnos, para no revelarnos? ¿Cuántas veces una elección fugaz es una verdadera elección?

Der Utergang (La caída), el film alemán, dirigido por Oliver Hirschbiegel, relata los últimos días de Hitler durante la segunda guerra mundial. Recluido en su bunker, el fuhrer deambula entre sueños de conquista y la dantesca realidad que se vive dentro de la fortaleza. En el centro de la historia, se encuentra Traudl Humps, su secretaria, presentada como una joven producto de aquella Alemania, sin verdadera maldad, aparentemente desconocedora de los horrores del nazismo, abocada al cuidado de su líder. A medida que transcurre el relato, una pregunta comienza a asomar, un interrogante sobre aquellas personas que rodeaban al tirano. Un interrogante que, sorpresivamente para el espectador, será contestada por la Traudl Humps real, a modo de documental, al final del film. La antigua secretaria, ya anciana, relata que terminada la guerra descubrió las atrocidades del régimen con el que había colaborado. No sabía, no se lo imaginaba, dice ella. Pero también dice que conoció el caso de Sophie Scholl, la activista alemana contraria al régimen nazi y condenada a muerte. En la misma época, la misma sociedad, el mismo país. Dos jóvenes de la misma edad. Una, la secretaria de Hitler, la otra, una militante rebelde al nazismo, que arriesgaba su vida bajo la peor dictadura que haya vivido país alguno. “¿Era posible no saber?” se pregunta, nos pregunta. Ella está en posición de plantearse esas preguntas. ¿Podemos nosotros, a décadas, miles de kilómetros de distancia, señalar con el dedo, interrogarla, juzgarla? ¿Hubiéramos obrado distinto? ¿Hubiéramos sido una Sophie o una Traudl más, de las miles, millones que hubo, en Alemania, en todos los países, en todas las épocas?

"Un hombre puede creer o no creer, eso es cosa suya. Porque es su propia vida la que apuesta por la fe, la incredulidad, el amor y la inteligencia. Y no hay sobre la tierra otra verdad más grande para el espíritu humano que esta gloriosa y humilde condición. El hombre arriesga su propia vida cada vez que elige y eso lo hace libre".

Tal vez, Máximo Gorki nos señale con el dedo, ese deber, ese derecho tan preciado. Y las consecuencias de vivirlo plenamente.

Perfil de lector

No recuerdo ningún momento de mi vida sin libros cerca. Durante mis primeros años me leían mis padres, y al poco tiempo, empecé por mi cuenta. Podría hacer un recorte, una época, hasta los 13 o 14 años. Llamémosla de descubrimiento. Recuerdo que en la casa de mi abuelo, había una edición de Ivanhoe, de Walter Scott, con muchos dibujos. Una de esas ediciones resumidas, con un formato a medio camino entre la novela y la historieta (en la década del 90, sobre todo a partir de las creaciones de Neil Gainman, algún experto en la materia acuñará el término “novela gráfica” para este tipo de ediciones). Me impactó. De mi abuelo también recuerdo sus historias acerca de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, y a medida que mi abuelo tendía a repetir las mismas historias una y otra vez, tuve que buscar más información por otros rumbos. De la lectura en casa, recuerdo una edición de Robinson Crusoe, parecida a la de Ivanhoe, los “Cuentos de la Selva” de Horacio Quiroga y Tolkien. De esta época proviene mi gusto (nunca abandonado) por la ficción, la fantasía, las aventuras. Pero también comenzó en aquella época mi interés por la historia.

Fue durante mi adolescencia que creció mi interés por la historia, puntualmente la Edad Media. Cada tanto hacía algún salto hacia otro período histórico, quizás el imperio romano, quizás Napoleón o de vez en cuando (nunca hay que subestimar las historias de abuelo, nos marcan mucho más de lo que creemos), las guerras mundiales. Aquellos libros eran, lo que se dice, unos verdaderos choclazos. Nada de tapas llamativas, ni ediciones resumidas, ni “novelas históricas” como abundan desde hace algún tiempo en las vidrieras de Yenny o el Ateneo. No señor, letra chiquita, tapa color bordó o gris y unos nombres que no le llamaban la atención a nadie y que invariablemente comenzaban con “Historia de…”. Pero yo era feliz. Tuve un profesor de Historia que una vez me dijo: “Ustedes (los que estudiamos Historia), están incómodos, no les gusta el presente. Pero tampoco creen en el futuro: por eso leen sobre el pasado”. Tajante, el tipo. Aunque reflexionando un poco, bien podría definir aquella época de esa forma: me gustaba el pasado. Sobre todo cuando uno elige qué pasado estudiar, lógico. Por ejemplo, detestaba la “Historia Argentina”, la veía a través del lente “Santillana”, con el que me la habían enseñado, y la juzgaba aburrida y repetitiva. Esto cambiaría luego, con los años. En cuanto a la ficción, fue la época de Bradbury, Lovecraft, Poe, Eco, y algunos más. También me acerqué a la historieta. Los llamados “superhéroes” no me habían llamado la atención de chico, así que poco podían gustarme a esta edad, pero descubrí nuevos autores, que empezaban a aparecer en Europa y Estados Unidos, que intentaban nuevas formas de relatar nuevas historias, utilizando, transformando, forzando el formato de la historieta. Fue la época, también, del Eternauta de Oesterheld. No había Internet, así que pasaba tardes enteras buceando en las librerías de Corrientes o en el Parque Rivadavia. Quizás ya no era una época de descubrimiento de la lectura, sino de descubrir cómo la lectura me podía llevar hacia aquello que me interesaba.

Tal vez eso sea, aproximadamente, lo que caracterizó mis últimos años como lector, hasta la actualidad. Eco, Nietzsche, Hesse, Hemingway, Bayer, Walsh, Galeano, Marx, Chomsky, más historia (me despojé del lente Santillana y me acerqué a la historia contemporánea latinoamericana), más ensayos, entrevistas, investigaciones, textos específicos sobre comunicación o medios de comunicación, revistas, publicaciones, diarios (me convertí en un consumidor bastante regular de prensa escrita). De vez en cuando me asustaba tanta solemnidad: disfruté mucho leyendo la saga de “Las aventuras del Capitán Alatriste” de Arturo Pérez-Reverte. Descubrí que cada tanto necesito un buen chapuzón en aquellos relatos de aventura que tanto me atrapan tiempo atrás.

¿Qué puedo sacar en limpio de este recorrido? Creo que acabo de responderme en la misma pregunta. Mi relación con la lectura ha sido el de un largo recorrido. No podría hablar de evolución (demasiado pretencioso) ni de acercamiento (no fue tal). Quizás fue la forma de entender la lectura. Por momentos como un hecho en sí, por momentos como herramienta para alcanzar un objetivo. ¿Existe un tipo de lectura para una época, un lugar, una edad? ¿Comienza uno leyendo “cuentitos”, para luego “madurar” y terminar leyendo “Cien años de soledad” o en el subte con cara de persona seria? ¿Es un simple reflejo de la vida y las experiencias que uno va teniendo? ¿”Dime que biblioteca tienes y te diré quién eres”? ¿Qué “lector” sería si en vez de haber nombrado a ciertos autores con “chapa” hubiera mencionado “El Señor de los Anillos” y las historietas? ¿O si dijera que Mein Kampf es un libro interesantísimo?

Creo que puedo rescatar algo de este recorrido: nunca leí nada que hubiera que leer. Quiero decir, de Cortazar solo recuerdo un cuento sobre un tipo que vomita conejos rosados y de Borges solo leí una entrevista. Y así podría continuar con los escritores “famosos”. Parece ser que cierta lectura viene en packs. Dicho de otro modo, cuando uno se pone a leer “seriamente” (es decir, ciertas cosas dictadas por vaya uno a saber quién), hay otras ciertas cosas que “no puede dejar de leer”.

¿Cómo establecer un perfil de lector de todo este rejunte? No lo se. Leer es un recorrido que, quizás, no admita perfiles. Para nadie.