miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ensayo TEO

El fuego y los calibanes

Siempre existe una tierra más allá. Un lugar lejano y desconocido de donde proviene aquello que amenaza, nos dicen, la forma de vida que conocemos. Los bárbaros, los caníbales, las hordas. Los otros. Puede ser un lugar tan lejano como las estepas desérticas que rodean el burgo medieval o los suburbios de las metrópolis modernas. Porque el tiempo no importa, siempre ha habido calibanes que han desafiado a los dueños del fuego.

“Mientras los leones no tengan historiadores, los cuentos seguirán glorificando al cazador”. Pero los cazadores han aprendido que la Historia no puede ser borrada de la memoria de los calibanes. Es tanta la sangre derramada que provoca una inmensa mancha en el imaginario de los pueblos y aquellos que han intentado borrarla como si fuera una mancha de vino sobre un mantel, se han encontrado con que sólo la esparcen más y más. Por eso los dueños del fuego deben reescribir las historias, transformarlas, cubrir la mancha con capas y capas de páginas, palabras, imágenes, hasta que sea difícil encontrar qué hay debajo.

Los dueños del fuego han descubierto que el combustible de los calibanes no se agota y han decidido utilizarlo. Para eso, deben incluso reivindicarlos. Mientras los adelantados avanzaban a sangre y fuego por el continente americano, desde el otro lado del océano, Montaigne descubría que los nativos “guardaban vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles”. De no haber estado tan inmerso en sus debates filosóficos y políticos, hubiera podido notar cuán de acuerdo estaban, en la práctica, los colonizadores monárquicos que él cuestionaba: ¿qué otra cosa justifica Potosí, la mayor tumba de la historia de la humanidad, sino la utilidad de aquellos que fueron llevados allí? Las reivindicaciones siempre se hacen desde la seguridad de la lejanía.

José Hernández pintó como nadie la historia de resistencia de los calibanes de las provincias del Río de la Plata. El delito de ser pobre, ser marginal, estar por fuera de todo aquello que es considerado civilizado.

El anda siempre juyendo,


Siempre pobre y perseguido,


No tiene cueva ni nido


Como si juera maldito


Porque el ser gaucho... barajo,


El ser gaucho es un delito.

Eran tiempos en que Sarmiento mandaba a liquidar a toda aquella barbarie que amenazaba su civilización. José Hernández no liquidará a Martín Fierro, pero a su regreso, lo mandará a trabajar. Y el gaucho dejará su montura y su libertad por un jornal. Aprenderá que agachar la cabeza es loable y que ser útil es un deber. Las jineteadas y la resistencia quedarán para las canciones y los cuentos.

Pero cuando el gaucho pensaba que su capítulo en la Historia había terminado, los dueños del fuego lo volverán a convocar de la fosa donde lo habían echado, sin siquiera una cruz que lo marque. Nuevos calibanes se acercan, esta vez por mar, desde el Viejo Mundo. Acratas, les dirán, sin Patria ni Dios. Anarquistas se dirán ellos, y disputarán a los dueños del fuego su reinado, su cultura y su historia. Y los dueños del fuego acudirán a las historias del gaucho, ya muerto, reclutado o trabajando, y las convertirán en su Historia. Al menos ellos eran cristianos. Y con imágenes de lanzas, jinetes y banderas en los libros y metralla en las ciudades y en la Patagonia, aplastarán a los nuevos bárbaros de allende los mares.

Hoy se reivindica a los calibanes de hace algunas décadas. Los dueños del fuego intentan hacer suya la historia de aquellos que los combatieron, de aquellos a los que exterminaron. Como los indígenas, como los gauchos, como los ácratas: ya no tienen voz. Probablemente dirían algo distinto a lo que se les adjudica, nos interpelarían de otra manera. Probablemente cuestionarían esta civilización, la pondrían en peligro. Aún así se los reivindica, para calmar a los calibanes de hoy. Para enfrentar a los calibanes de mañana.

Pero la mancha se filtra por las capas de páginas, palabras e imágenes que le han puesto encima los dueños del fuego. Son muchas las manchas y demasiada la sangre, y los calibanes se nutren de ella, son cada vez más y cada vez más peligrosos. Los dueños del fuego lo saben y tiemblan. Pero sobre todo, lo hacen porque todos los calibanes, los de los caballos, los de los barcos, los que ya no tienen voz, entienden, cada vez más, que forman parte de la misma historia. De una Historia que pueden escribir. Y quieren el fuego.

lunes, 6 de diciembre de 2010

6 segundos (versión final)

6 segundos

El peso, el movimiento y la velocidad de circulación del ferrocarril produce una serie de efectos sobre la tierra que lo sostiene y los rieles por los que circula. Muy por delante suyo, la inmensa máquina hace vibrar el suelo mismo: las rocas crepitan levemente como si se tratara de brasas encendidas, un suave y ronco rugido parece proceder desde las entrañas de la tierra. Existen una serie de leyes físicas por las cuales los rieles, presionados por la masa de acero que circula sobre ellos, se vuelven elásticos, generando un sonido parecido al de una honda, una cuerda o un látigo, pero mucho más grande: una vibración metálica que puede sentirse, si uno está acostumbrado a ese sonido o acerca el oído, segundos antes de que el tren haya arribado al andén. Unos seis segundos antes, para ser más exactos, todo nos avisa que aquél gusano gigante viene llegando.

Es conocido por todos el resultado de ser arrollado por un tren. Me refiero no sólo a la muerte, sino al destrozo que sufre el cuerpo al ser triturado por semejante maquinaria en movimiento. Si he de ser sincero, muchos han sobrevivido, más de lo que se cree. Pero casi todos terminan, inevitablemente, destrozados.

No fue el caso de Laura. O Silvia. O Jimena. O como fuera que se llamara. Nunca lo supimos, para ser honesto tampoco nos importó demasiado. Tendría unos 20 años, quizás menos. Nos asomamos delante de la máquina luego del accidente (algunos desde arriba, en el andén, otros sobre las vías), la hallamos casi intacta, y eso que por encima de su cuerpo habían pasado, al menos, dos vagones. Estaba en posición fetal, con las manos cruzadas sobre su panza, acostada entre los rieles. Y digo casi porque estaba decapitada, limpiamente.

Pudimos reconstruir la historia rápidamente a través del relato de algunos testigos: Laurasilviajimena se había acercado al laberinto del paso a nivel como cualquier otro transeúnte, había visto que venía el tren, había comenzado a caminar por las vías, se había acostado de espaldas al tren, en aquella posición, y había colocado su cuello sobre el riel. Por su madre, quien llegó al rato, supimos que andaba mal con el novio por lo del embarazo. O algo así. En resumidas cuentas, una típica familia del conurbano bonaerense de esas que aparecen en los reality shows policiales de medianoche. Lo menciono por si alguien está interesado en la nota, aunque ya es tarde, creo.

Nos quedamos mirando el cuerpo, cosa que nunca nos pasa. No porque nos asquee ni nada parecido, ya estamos acostumbrados a que día por medio el tren se lleve puesto algún boludo. Creo que no es ponerse melodramático si reconozco que nos conmovió un poco la juventud de la chica, su embarazo y esos detalles. Pero sobre todo, parecía que al tren le hubiera dado vergüenza destrozarla y se había limitado a realizar el trabajo para el que la chica lo había escogido como verdugo. Sólo la cabeza.

No fue la tragedia, ni la conmoción, ni la imagen de la joven, ni su embarazo lo que me dejó pensando, retorciéndome la cabeza, intentando encontrar qué era aquello que me había quedado inconcluso, sin poder darle la vuelta a la página de este episodio. Aquella noche, mientras volvía a mi casa en el tren, entendí. A decir verdad, primero lo . Tuve que sacarme el mp3, como para poder oir y entender mejor. Era el sonido de los rieles. Entonces comprendí, tarde, aquél gesto de acostarse de espaldas: Laurasilviajimena no había querido ver llegar el tren sobre ella, sabía que tendría miedo, sabía que no lo iba a soportar. Quiso acurrucarse, hacerse una bolita, no ver ni oír nada. Pero el tren no le pudo perdonar eso: le dio 6 segundos de aquél sonido metálico, ese zumbido de acero, mientras las piedritas vibraban a su alrededor y la tierra rugía por debajo. La chica no había contado con esos 6 interminables segundos. No podría haberlo hecho nunca. ¿Cómo iba a saberlo?

A veces uno pretende destilar rabia contra un sistema que provoca las mayores crueldades sobre las personas más indefensas. Evoca imágenes, busca ejemplos, trata de superarse revolviendo la miseria propia o ajena, intentando encontrar siempre aquello que ya es demasiado, y señalarlo para que otros vean y digan “¡Eso es demasiado!” y quizás hasta hagan algo al respecto. De hecho, este texto iba a ser de ese estilo: el Hambre, la Injusticia, la Explotación, el Sistema, la Juventud, la Miseria. Pero es en estos detalles donde la crueldad se manifiesta en toda su pureza. En apenas 6 segundos. Los últimos de Laurasilviajimena. Ni siquiera allí le dieron respiro.

Proyecto Ensayo (versión final)

David y Mariano

Mariano era de Avellaneda, al sur de Buenos Aires, con sus apenas veintipico de años. Se crió en aquél barrio de fábricas cerradas, galpones abandonados y calles silenciosas, junto a las vías del ferrocarril Roca. Todos los días veía pasar el tren, cargado de gente que iba al trabajo, desde el sur de la provincia de Buenos Aires, hacía la capital.

En uno de esos trenes que veía pasar Mariano, viajaba David, que también era de Zona Sur. No llegaba a los treinta años. Hacía el mismo recorrido todos los días, hasta Constitución, y luego el subte hacia Once. David era ferroviario y trabajaba en la línea Sarmiento. Su abuelo había sido ferroviario, y también lo eran su padre y su hermano mayor.

En Avellaneda, Mariano repartía el tiempo entre sus hermanos, el trabajo, los estudios y su militancia, aunque en el último tiempo era más militancia que otra cosa: andaba desocupado. David se dividía entre el trabajo y su familia: tenía dos hijos pequeños a los que adoraba. Siempre que podía, nos mostraba las fotos y los videos de ellos que guardaba en su celular. De vez en cuando, los llevaba a conocer el lugar donde trabajaba su papá.

A los dos les gustaba la música. Mariano había incursionado en algunos proyectos y planeaba ingresar a alguna de las escuelas artísticas de Avellaneda. David había colgado la guitarra eléctrica hacía rato, entre el trabajo y la casa, no quedaba mucho tiempo para practicar. Pero cada tanto la miraba colgar de la pared, como para verificar que no se la hubieran vendido en algún descuido.

Mariano llevaba una década participando de asambleas estudiantiles, barriales, plenarios, reuniones, volanteadas, pintadas y campañas electorales. Había participado, incluso, de ocupaciones de fábricas. Es que de eso se trataba su militancia: de los trabajadores. David hacía ya algunos años que estaba en el ferrocarril, pero apenas había empezado a ir a las asambleas, a discutir, a preguntar que pasaba con tal o cual cosa. Era de esos tipos callados, muy tímidos, de los que escuchan mucho y hablan poco. De los que paran cuando hay que parar.

Para poder llevar adelante las actividades de su militancia, de su Partido, Mariano colaboraba con dinero de su bolsillo. A veces era más, a veces menos, según como viniera la mano. Con ese dinero se sostenían las publicaciones, la pintura, los carteles, lo que hiciera falta. Todos los meses, por recibo de sueldo, a David le descontaban una parte del salario para su sindicato, la Unión Ferroviaria. Con ese dinero, se financiaba el funcionamiento del gremio, la obra social, ciertas actividades deportivas y, cuando hacía falta, se contrataban sicarios para que le metieran un tiro a los que molestaran, como Mariano. Como ocurrió aquél 20 de octubre.

Mariano había estado apoyando la lucha de unos trabajadores tercerizados despedidos del ferrocarril, que reclamaban su reincorporación y su pase a planta permanente, una especie de status que tienen algunos trabajadores hoy en día, que implica mejor salario, ciertos derechos y algún tipo de representación gremial frente al patrón. Lo que se dice estar bajo convenio, como lo estaba David, su padre y su hermano y como lo había estado su abuelo, en una época cuando todavía los empresarios no habían afinado tanto el lápiz y no habían inventado este nuevo método de explotación encubierta.

Mariano tuvo un velorio multitudinario. Al día siguiente de su asesinato, miles de personas se congregaron en Plaza de Mayo, repudiando el hecho. Nunca se lo hubiera imaginado, eso es seguro. Allí, David tuvo su bautismo: era la primera vez que marchaba a la Plaza. No había hecho muchas preguntas, solo sabía lo que sabíamos casi todos, que una patota del sindicato había baleado a un pibe que luchaba junto a los tercerizados. En nuestro ferrocarril. Pero la Muerte tiene esa cosa tan peculiar de dividir aguas, de zanjar cuestiones, de poner blanco sobre negro, de hacer evidente quién es quién. Y lo hace con una rapidez asombrosa. Así que cuando nos giramos a ver si David nos acompañaba o qué, el tipo ya había mandado al jefe a la mierda y preguntaba cuándo salíamos.

Mariano nunca escuchó las palabras, los gritos, los discursos en su nombre durante el acto. Es probable que David tampoco: escuchaba, tocaba, olía y miraba a través de sus ojos, tantos cuerpos, tantas caras, tantas banderas. Así que de eso se trataba, de tanta gente que andaba en eso, de que éramos tantos…

David nunca conoció a Mariano. Tampoco podrá, personalmente al menos. Pero a Mariano le hubiera gustado conocer a David, a este David, y saber todo esto.

Proyecto Ensayo (segunda versión)

David y Mariano

Mariano era de Avellaneda, al sur de Buenos Aires, con sus apenas veintipico de años. Se crió en aquél barrio de fábricas cerradas, galpones abandonados y calles silenciosas, junto a las vías del ferrocarril Roca. Todos los días veía pasar el tren, cargado de gente que iba al trabajo, desde el sur de la provincia de Buenos Aires, hacía la capital.

En uno de esos trenes que veía pasar Mariano, viajaba David, que también era de zona sur. No llegaba a los treinta años. Hacía el mismo recorrido todos los días, hasta Constitución, y luego el subte hacia Once. David era ferroviario y trabajaba en la línea Sarmiento. Su abuelo había sido ferroviario, y también lo eran su padre y su hermano mayor.

En Avellaneda, Mariano repartía el tiempo entre sus hermanos, el trabajo, los estudios y su militancia, aunque en el último tiempo era más militancia que otra cosa: andaba desocupado. David se dividía entre el trabajo y su familia: tenía dos hijos pequeños a los que adoraba. Siempre que podía, nos mostraba las fotos y los videos de ellos que guardaba en su celular. Un par de veces, los llevó a conocer el lugar donde trabajaba su papá.

A los dos les gustaba la música. Mariano había incursionado en algunos proyectos y planeaba ingresar a alguna de las escuelas artísticas de Avellaneda. David había colgado la guitarra eléctrica hacía rato, entre el trabajo y la casa, no quedaba mucho tiempo para practicar. Pero cada tanto la miraba colgar de la pared, como para verificar que no se la hubieran vendido en algún descuido.

Mariano llevaba una década participando de asambleas estudiantiles, barriales, plenarios, reuniones, volanteadas, pintadas y campañas electorales. Había participado, incluso, de ocupaciones de fábricas. Es que de eso se trataba su militancia, de los trabajadores. David hacía ya algunos años que estaba en el ferrocarril, pero apenas había empezado a ir a las asambleas, a discutir, a preguntar que pasaba con tal o cual cosa. Era de esos tipos callados, muy tímidos, de los que escuchan mucho y hablan poco. De los que paran cuando hay que parar.

Para poder llevar adelante las actividades de su militancia, de su Partido, Mariano colaboraba con dinero de su bolsillo. A veces era más, a veces menos, según como viniera la mano. Con ese dinero se sostenían las publicaciones, la pintura, los carteles, lo que hiciera falta. Todos los meses, por recibo de sueldo, a David le descontaban una parte del salario para su sindicato, la Unión Ferroviaria. Con ese dinero, se financiaba el funcionamiento del gremio, su obra social, ciertas actividades deportivas y, cuando hacía falta, se contrataban sicarios para que le metieran un tiro a los que molestaran, como Mariano. Como ocurrió aquél 19 de octubre.

Mariano había estado apoyando la lucha de unos trabajadores tercerizados despedidos del ferrocarril, que reclamaban su reincorporación y su pase a planta permanente, una especie de status que tienen algunos trabajadores hoy en día, que implica mejor salario, ciertos derechos y algún tipo de representación gremial frente al patrón. Lo que se dice estar bajo convenio, como lo estaba David, su padre y su hermano y como lo había estado su abuelo, en una época cuando todavía los empresarios no habían afinado tanto el lápiz y no habían inventado este nuevo método de explotación encubierta.

Mariano tuvo un velorio multitudinario. Al día siguiente de su asesinato, miles de personas se congregaron en Plaza de Mayo, repudiando el hecho. Nunca se lo hubiera imaginado, eso es seguro. Allí, David tuvo su bautismo: era la primera vez que marchaba a Plaza de Mayo. No había hecho muchas preguntas, solo sabía lo que sabíamos casi todos, que una patota del sindicato había baleado a un pibe que luchaba junto a los tercerizados. En nuestro ferrocarril. Pero la Muerte tiene esa cosa tan peculiar de dividir aguas, de zanjar cuestiones, de poner blanco sobre negro, de hacer evidente quién es quién. Y lo hace con una rapidez asombrosa. Así que cuando nos giramos a ver si David nos acompañaba o dudaba, el tipo ya había mandado a su jefe a la mierda y preguntaba cuándo salíamos.

David nunca conoció a Mariano. Ahora tampoco podrá, personalmente, al menos. Pero a Mariano le hubiera gustado conocer a David, a este David, y saber todo esto.

Proyecto Ensayo (primera versión)

David y Mariano

Mariano vivía en Avellaneda, sur de la provincia de Buenos Aires. David también es del sur, aunque un poco más lejos, cerca de Glew.

David no llega a los treinta años, Mariano apenas había pasado los veinte.

Mariano probablemente tuviera novia, quizás. David está casado y tiene dos hijos, un nene y una nena, a los que adora.

David viene de una familia de ferroviarios, su abuelo lo era, su padre y su hermano lo son y el también lo es: trabaja en el ferrocarril Sarmiento. Mariano estaba desocupado, y apoyaba con su militancia, la lucha de un grupo de despedidos del ferrocarril. Trabajadores tercerizados, que buscaban recuperar sus empleos y tener las mismas condiciones de trabajo y derechos que David, su papá y su hermano.

Mariano era un militante político desde que tenía apenas 14 o 15 años, miembro de un partido que quiere representar a los trabajadores, a los obreros, como David.

David participa desde hace poco tiempo de las asambleas en su lugar de trabajo, discute, opina, va al paro cuando es necesario y apoya a sus compañeros. Como Mariano.

Mariano aporta de su bolsillo a su organización, el Partido, para que se puedan organizar actividades, pagar los gastos, realizar publicaciones o apoyar las luchas de los trabajadores, como David.

Parte del sueldo de David, va a parar a su organización, el sindicato, para que se puedan organizar actividades, sostener la obra social, pagar los gastos y, de vez en cuando, contratar sicarios que asesinen a gente que moleste, como Mariano.

Mariano había decidido desde chico de qué lado quería estar, a quiénes quería apoyar, junto a quienes quería luchar. Estaba, además, formado políticamente para esas peleas. David nunca decidió nada de eso ni tiene formación política, pero si la Muerte tiene alguna característica, es esa capacidad de poner blanco sobre negro, de definir campos, de apurar decisiones. Yo voy con ustedes a la plaza, dijo David, ese día, cuando supo lo de Mariano. Nunca necesitó detalles, ni hizo demasiadas preguntas.

Cuando fue asesinado, Mariano había pasado por marchas, ocupaciones de fábrica, volanteadas, charlas, plenarios, reuniones, pintadas, campañas electorales. Durante la marcha de repudio que hubo al día siguiente de su muerte, su velorio, David tuvo su bautismo: fue su primera marcha a Plaza de Mayo.

David nunca conoció a Mariano, y ya no podrá hacerlo, pero a Mariano le hubiera gustado conocer a este David y saber todo esto.

6 segundos (primera versión)

6 segundos

El peso, el movimiento y la velocidad de circulación del ferrocarril produce una serie de efectos sobre el suelo que lo sostiene y los rieles por los que circula. Muy por delante suyo, la inmensa máquina hace vibrar el suelo mismo: las rocas crepitan levemente como si se tratara de brasas encendidas, un leve pero sostenido rugido ronco parece proceder desde las entrañas de la tierra, si uno acerca el oído. Existen una serie de leyes físicas por las cuales los rieles, presionados por la masa de acero que circula sobre ellos se vuelven elásticos, generando un sonido parecido al de una honda, una cuerda o un látigo, pero mucho más grande, una vibración metálica que puede sentirse, si uno está acostumbrado a ese sonido, segundos antes de que el tren haya arribado al andén. Unos seis segundos antes, para ser más específicos, todo nos avisa que aquél gusano gigante viene llegando.

Es conocido por todos el resultado de ser arrollado por un tren. Me refiero no sólo a la muerte, sino al destrozo que sufre el cuerpo al ser triturado por semejante maquinaria en movimiento. Si he de ser sincero, muchos han sobrevivido, más de lo que se cree. Pero todos terminan, inevitablemente, destrozados.

No fue el caso de Laura. O Silvia. O Jimena. O como fuera que se llamara. Nunca lo supimos, no nos importó demasiado, para ser honesto. Tendría unos 20 años, quizás menos. Mientras nos asomábamos delante de la máquina, algunos desde el andén, otros sobre las vías, luego del accidente, la hallamos casi intacta, y eso que por encima de su cuerpo habían pasado, al menos, dos vagones. En posición fetal, con las manos cruzadas sobre su panza, acostada entre los rieles. Y digo casi porque estaba decapitada, limpiamente.

Pudimos reconstruir la historia rápidamente a través del relato de algunos testigos: Laurasilviajimena se había acercado al laberinto del paso a nivel como cualquier otro transeúnte, había visto que venía el tren, había comenzado a caminar por las vías, se había acostado de espaldas al tren, en aquella posición, y había colocado su cuello sobre el riel. Por su madre, quien llegó al rato, supimos que andaba mal con el novio y con lo del embarazo. En resumidas cuentas, una típica familia del conurbano bonaerense de esas que aparecen en esos reality shows policiales de medianoche. Lo menciono por si alguien está interesado en la nota, aunque ya es tarde, creo.

Nos quedamos mirando el cuerpo, cosa que nunca pasa. No porque nos asquee ni nada parecido, ya estamos acostumbrados a que día por medio el tren se lleve puesto algún boludo. Creo que nos conmovió todo: la juventud de la chica, su embarazo. Pero sobre todo, parecía que al tren le hubiera dado vergüenza destrozarla y se había limitado a realizar el trabajo para el que la chica lo había escogido como verdugo. Sólo la cabeza.

No fue la tragedia, ni la conmoción, ni la imagen de la joven, ni su embarazo lo que me dejó pensando, retorciéndome la cabeza, intentando encontrar qué era aquello que me había quedado inconcluso, sin poder darle vuelta a la página de este episodio. Aquella noche, mientras volvía a mi casa en el tren, entendí. A decir verdad, primero lo . Tuve que sacarme el mp3, como para poder oir, entender mejor. Era el sonido de los rieles. Entonces comprendí aquél gesto de acostarse de espaldas: Laurasilviajimena no había querido ver llegar el tren sobre ella, sabía que tendría miedo, sabía que no lo iba a soportar. Quiso acurrucarse, hacerse una bolita, no ver ni oír nada. Pero el tren no le pudo perdonar eso: le dio 6 segundos de aquél sonido metálico, ese zumbido de acero, mientras las piedritas vibraban a su alrededor y la tierra rugía por debajo. La chica no había contado con esos 6 interminables segundos. No podría haberlo hecho nunca.

A veces uno pretende destilar rabia contra un sistema que provoca las mayores crueldades sobre las personas más indefensas. Evoca imágenes, busca ejemplos, trata de superarse revolviendo la miseria propia o ajena, intentando encontrar siempre aquello que ya es demasiado. Justifica, caracteriza, explica, embiste, critica. Con Laurasilviajimena entendí precisamente eso: este sistema no sólo nos mata, ni siquiera nos da respiro durante esos últimos 6 segundos.

Nota de lectura "Colección de arena" Italo Calvino (versión final)

Coleccionistas de sueños

Existen diferentes tipos de coleccionistas. Están aquellos que tienen una o más colecciones de artefactos, sean del valor o del tamaño que sea, por hobby. Otros, por status. Algunos lo hacen para proteger sus colecciones de la mano del hombre que las creó. Para muchos, la colección en sí misma es una cosa más, una unidad, que heredaron y que tiene algún tipo de valor sentimental, por lo que la dejan arriba de una repisa o la atesoran (según el caso) junto a otras pertenencias.

Pero también existen aquellos para quienes las colecciones son otra cosa. No importa el número de elementos que las compongan. No importa la cantidad, ni la calidad, ni el tipo. Ellos simplemente coleccionan. De todo. Estas personas suelen tener un lugar, su sancta santorum, donde dejan reposar allí sus colecciones. Sus objetos. Un lugar donde cada punto en donde se pose la vista automáticamente transporte al dueño a un lugar y un tiempo determinados. A estos coleccionistas no les interesa el objeto, ni completar la colección, sino la conexión que estas encierran con algún fragmento de propia historia. De su vida.

Para estos coleccionistas, no hay lugar mejor que los refugios donde guardan sus colecciones. Suelen estar en sus propias moradas, pues no pueden permanecer mucho tiempo lejos de ellas. No se trata de codicia, o de viejos dragones que protegen su tesoro. Los objetos a su alrededor conforman una red de ventanas, de sensaciones, un tejido que rodea al coleccionista que se siente allí, y solo allí, como si recargara sus baterías. Un lugar donde diferentes tiempos, lugares y personas fluyen a través de él. Donde construye, a partir de retazos de otras realidades, su realidad.

Estos coleccionistas son, inevitablemente, personas que han viajado o vivido mucho. O ambas cosas, que hasta cierto punto podrían ser la misma. La casa de Pablo Neruda en Isla Negra, Chile, esta íntegramente construida con colecciones. Poco o nada en aquella casa, sea mueble, vajilla o adorno, está librada al azar de una compra hecha en algún bazar o una simple adquisición por catálogo. Botellas, cajitas, mariposas, latitas, piedras. Por todos lados abundan las colecciones. En cada rincón de aquella casa construida a semejanza de un barco (con pasillos estrechos, techos bajos y cuartos donde uno menos se lo espera) es posible toparse con alguna colección de algo u objeto extraño. Lo que sea.

Hay un globo terráqueo traído de no se sabe dónde por el escritor, en uno de sus viajes como diplomático del gobierno de Allende. Aún puede verse un corte en el costado, a la altura del Atlántico sur, donde un guardia de aduana impiadoso buscó infructuosamente algún documento secreto del Kremlin frente a un Neruda furioso de que le arruinaran de esa manera su recuerdo. Puede verse una mesa construida con una rueda de carreta, regalo de unos mineros del norte de Chile, de esos que quedan atrapados y se mueren, sin tanto barullo, ni flashes, ni nada. De esos mineros también son, las piedras que forman su chimenea. Una silla, regalo del mar, léase: una silla que Neruda se encontró una mañana caminando por la playa. Todo tiene una historia, una identidad, rostros que hicieron que llegara hasta allí.

Neruda coleccionaba, además, mascarones de barco. Entre los que tenía, dicen, su preferida era la Llorona. La tenía junto a una ventana, mirando el mar. En invierno, la diferencia de temperatura y humedad hacía que en sus ojos de cristal se formaran gotas de agua. Eso era lo que los amigos del escritor intentaban hacerle entender. El los escuchaba con interés y hasta comprensión, asentía con solemnidad, para luego explicarles que el era poeta, no científico, y que podían tomar su explicación materialista y guardársela en el bolsillo. En su mundo, la Llorona veía triste el mar, sobre el cual ya no cabalgaba.

Hace algunos años, un gran narrador de historias llamado Neil Gaiman creó el personaje de Sandman, el dios Sueño. Su reino está construido con todo aquello que fue soñado alguna vez, en algún lugar, por alguien. Cada persona, moldea, en sus sueños, la materia onírica y da forma a personajes, lugares, objetos, lanzándolos a las tierras de ensueño del dios. Allí, él los toma para dar forma a su biblioteca, a su castillo, a sus muebles. Su reino también es habitado por personajes soñados, unas veces simples y sencillos, otras veces fantásticos y estrafalarios. El universo de este dios está construido a partir de los sueños de infinitas vidas. Por eso, su poder es infinito.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Fragmentos de Juan IV

Junio de 1991

Juan miraba por la ventana del bar, mientras hacía girar la tacita de café con una mano, como cuando estaba nervioso, impaciente, incómodo o le daba vueltas a algún asunto. Martín se lo había señalado una vez, divertido: si no era la tacita, era un vaso, un encendedor, un cenicero o un paquete de puchos. Pero siempre hacía girar algo sobre la mesa. Lo hacía con la misma mano con la que sostenía el cigarrillo, bien cerca de los nudillos, apretado entre los dedos. Eso también lo hacía cuando estaba así: sin darse cuenta, dejaba de sostener el cigarrillo y pasaba a colocárselo de esa forma que le permitía mover la mano, sostener algo, girar una página sin que se le cayera. Y llenaba todo de cenizas.

Juan los miraba pasar, uno tras otro. Eran un oleaje que rompía contra la ventana del bar. Escuchaba las voces, los aplausos, los bombos y los gritos que venían desde la calle. Veía las banderas flameando y a un Joaquín que andaba de acá para allá como loco, trepado a un tractor, megáfono en mano, dando ordenes, arengando, guiando. Está grande el pendejo, pensó. Y algo le chispeó adentro, el motor le empezó a amagar, medio ahogado, como queriendo sin querer, sin animarse todavía. Juan miraba y miraba por la ventana, el bar seguía vacío, el café se le había enfriado hacía rato y él no dejaba de girar la tacita que repiqueteaba sobre la mesa. Tenía miedo. Se dio cuenta y le temblaron las manos.

Había tenido que esperar casi diez años. Casi una década siendo mirado de reojo. En algo anduvo, decían, al principio, después de los milicos, y Juan había andado en algunas cuantas. Habían decidido entrar y reventar todo y a todos, y lo habían llevado a cabo con una frialdad que espantaba. Pero algunos habían decidido resistir, enfrentarlos. Eso sólo se hace de una manera, pensaba Juan, cada vez que algún perejil le venía con la cantinela de que la violencia y que la democracia y una montaña de mierda traída de los pelos y escuchada en algún noticiero o leída en algún diario que intentaba explicar lo inexplicable. De todas formas, Juan solía callar. Tampoco era cuestión de tener que andar rindiéndole cuentas a un montón de boludos ni disfrazarse de nada. Demasiada mala sangre. Ya estaba viejo, además.

Miró de costado el televisor que estaba en la punta de la barra. Alguien se lo había olvidado encendido, con las noticias a todo volumen. El gobierno había decidido que público y estatal eran malas palabras. Que todo daba pérdidas. Juan escuchaba las mismas viejas palabras de siempre, volver. Obsoleto, deficitario, modernización, progreso, reestructuración, gestión. Los viejos métodos también volvían: palos, gases y cárcel. Pero entonces, cuando él menos lo esperaba, otra vez la gente resolvió que no, así no, que la estación no la cerraban un carajo. Ya no estaba el Vasco, y hacía tiempo que Ramiro había fallecido. Pero había otros, muchos otros, que marchaban por las calles de San Marcos, delante de su ventana.

- ¿Qué hacés acá, pelotudo? Casi me matás del susto…

César dejó el bombo en el piso del bar. Su hijo tocaba en la murga del pueblo y siempre dejaba el instrumento en el fondo del boliche. Necesitaban ruido, mucho ruido, así que lo había ido a buscar. Y así, cuando atravesaba el bar desierto rumbo a la calle, con el bombo al hombro y una medialuna que había picado de una mesa vacía saliéndole de la boca, lo encontró a Juan sentado.

- Che, huevón, ¿qué carajo hacés acá, me querés decir?

- Ya estaba por salir, ahí voy…

- Dale, salame. Y haceme un favor, llevame el termo que está ahí. No, ese no que pierde, ese otro. Ese. Dale, vamos.

- Vamos…

Cuando salió a la calle, varios se acercaron a saludarlo, a preguntarle cómo venía la mano, a que les dijera qué hacer con tal o cual cosa, el fondo de huelga, el festival, que si el gremio apoyaba, que si en la capital estaban haciendo algo. En diez segundos, Juan se olvidó de los diez años, y se sumergió en la multitud. Las manos dejaron de temblarle.

Febrero 2004

El guardia de seguridad hizo girar un poco la bombilla, corroboró que la yerba estuviera como debía estar y luego vertió un poco del agua caliente de la pava. Le pasó el mate al viejo que tenía sentado al lado y aprovechó para desabrocharse un poco más la camisa: el calor era insoportable. Total, no había ningún jefe dando vueltas en muchos kilómetros a la redonda. Allí sólo estaban él, la garita, el viejo, un taller ferroviario abandonado rodeado en todo su perímetro por un alambrado de más de 2 metros de altura y un cartelón enorme que se veía desde la ruta. Gilem, decía, haciendo realidad los sueños, mientras un niño rubio le señalaba el horizonte a su padre, al final de un interminable campo verde.

Observó al tipo junto a él. Tendría unos 60 años o más. Lo había conocido hacía algunos meses, cuando lo trasladaron a ese pueblo en medio de la nada. El trabajo consistía en quedarse sentado ahí y proteger el lugar, lo que equivalía a quedarse sentado allí y punto. Total, que las obras iban a empezar por lo menos en 6 meses. Al segundo día había tenido el agrado de conocer a aquél viejo. Estaba tratando de sintonizar la radio de la capital cuando a través de la ventana de la garita ve al tipo que viene caminando por la ruta y sin importarle la barrera, el cartel de propiedad privada ni nada, se manda nomás, como Pancho por su casa. Que no abuelo, oiga, no puede hacer eso, que mire que me compromete y ese tipo de cosas.

- No me digas...

Y sigue caminando, como si nada, rumbo a los talleres del fondo. Conversando con algunos del pueblo, el guardia se enteraría después quién era aquél sujeto. Parecía ser que había trabajado ahí durante años, hasta el cierre del taller en el noventa y pico. Según le contaron, había habido grandes huelgas y bastante lío, pero el taller fue cerrado y el ramal levantado. El viejo había seguido yendo allí casi todos los días, a qué, nadie sabía, seguramente a limpiar, ordenar cosas antiguas y esas cosas que hacen los jubilados que no tienen nada que hacer con su tiempo libre.

Al día siguiente, el guardia había optado por una táctica diferente.

- Buenos días.

El viejo se había frenado en seco y lo había mirado de arriba a abajo.

- Buenos días…

Y había pretendió seguir caminando, pero el guardia insistió.

- ¿Quiere un mate?

El tipo se frenó nuevamente, evidentemente sorprendido. O enfadado. O las dos cosas, imposible darse cuenta. Lentamente se giró y volvió a mirar al guardia, ahora con mayor atención. Con una mezcla de resignación y fastidio, o quizás había sido simple timidez, el viejo se había acercado y aceptado el mate. Allí, con el guardia sentado en el cordón de la garita junto al calentador eléctrico donde reposaba la pava, habían comenzado aquella relación.

Ahora lo tenía ahí, sosteniendo el mate con la palma de la mano y haciéndolo girar con la otra, mirando las vías, hacia la capital. El anciano era así, a veces hablaba sin parar y le contaba cosas al guardia, muchas cosas, algunas sencillas y seguramente ciertas. Otras que no podían haber ocurrido nunca. O tal vez sí, pero no todas a él. Al principio, el guardia había empezado escuchándolo con un poco de resignación mezclada de tolerancia. Una especie de “Por lo que le queda...” O tal vez era pura cortesía y nada más: le habían enseñado a respetar a los mayores, así que no veía mal prestarle un poco de atención a aquél abuelo. Otras veces, el tipo se quedaba callado por un rato largo, sentado, con los ojos entrecerrados como si durmiera.

Pero con el correr de las tardes, los mates y las charlas, el guardia comenzó a tener una extraña sensación. Sentado en aquél escalón, comenzó a sentirse, él, un invitado. No importaba lo que dijeran su gorra, su campera y el cartelón. No importaba lo que significaran la barrera, el alambrado y su cachiporra. El lugar le pertenecía al viejo. Al menos fuera de los papeles.

Era una pena que fueran a usar aquél taller para lo otro, pensaba el guardia. Siempre le habían gustado los trenes.

Fragmentos de Juan III

Agosto de 1977

Contemplaba la estación de tren desde un banco de cemento en el medio del hall central. Trató de no preocuparse por aquella cara sospechosa, cierta pareja que parecía que lo miraba, aquél otro señor que hacía que leía el diario. ¿Todos andaban en lo mismo o ya se estaba volviendo paranoico? Nadie se lo habría echado nada en cara, de ser así. Cómo si no tuviera suficientes razones: en el último año, Juan había dormido en más lugares de los que podía recordar. Eso cuando dormía. Se había cambiado más veces de ropa que en toda su vida. Pero no alcanzaba, nunca alcanzaba.

Se vivía en medio de un banco de niebla, de mugre, que sofocaba, que no permitía ver horizonte alguno ni apenas dónde dar el siguiente paso. En medio de esa borrasca, las figuras conocidas se iban diluyendo, apagando, las voces se alejaban, enmudecían, mientras uno se iba quedando solo. Juan estaba acostumbrado a ciertas cosas, o eso creía. Siempre había habido luchas entre aquellos que intentaban escribir, hacer la Historia. Pero esta vez alguien había decidido saltarse ciertas formalidades y estaba arrancando página tras página del libro. Capítulos enteros, decididamente.

Había sentido las palabras del Tucu como un cross a la mandíbula. Lo había telefoneado, esperando confirmar algo que sabía que no hacía falta pedir. Era un trámite, una formalidad. En Tafí Viejo iba a poder esconderse un tiempo. Tenía conocidos en los talleres tucumanos, los más grandes del noroeste. Siempre iba a correr con ventaja si se movía en tren, a pesar de todo. Siempre iba a estar más seguro entre ferroviarios, a pesar de todo. Pero el Tucu se había encargado de dejarlo tumbado en aquél banco, desmoronado.

- Juan, se llevaron a más de 50 personas acá. Sólo en Tafí. Veintipico eran compañeros. Se los llevaron, nadie sabe dónde están. Entendelo, cumpa. No podes venir. No podes venir.

El tucumano era una de las personas más sencillamente alegres que Juan había conocido en su vida. Era, simplemente, incapaz de ciertas complejidades propias de espíritus más complejos. Hasta sus penas, dolores y enojos eran sencillos: si estaba tristón, tocaba la guitarra, y si había tomado de más, quizás lloraba; cuando se enojaba, subía los hombros como un toro, y si había tomado de más, bueno, era mejor no estar cerca. Pero esta vez era distinto, había terror en su voz. Juan sintió como si lo hubiera tomado del cuello y lo hubiera asomado del otro lado de la línea telefónica, sobre aquél abismo de muerte.

Se acercó a la boletería y preguntó cuándo salía un tren para el sur. Hacía casi veinte años que trabajaba en el ferrocarril y por primera vez iba a comprar un pasaje, el de su huída. Cuando lo tuvo entre sus manos, lo miró un rato, sin saber muy bien qué hacer con él. Se sentó a esperar el tren, con la valija entre las piernas. Quiso fumar pero no pudo.

Una hora después, anunciaron la partida del tren que lo sacaría de la historia.

Noviembre de 1989

Todos lo sabían, se lo había pronosticado, era un secreto a voces. Era cuestión de tiempo. Quizás, hasta fuera necesario. Pero eso no impidió que al mirar las imágenes en el televisor del bar, Juan se sintiera como huérfano. Había pasado la mayor parte de su vida viviendo, sintiendo, creyendo en algo que se le estaba cayendo a pedazos en la cara, en colores, y en vivo y en directo.

Junto con el Muro, algo se desmoronó, también, dentro suyo. Aquello que había resistido, imbatible, a todo. A las críticas mordaces, las ironías, las miradas despectivas de los que creen ver a un loco. Pero también había enfrentado cosas mucho más concretas: aprietes, golpizas y persecuciones. Nunca había sido un fanático, ni un obsecuente, todo lo contrario. Sabía que allá, lejos, no se vivía precisamente un paraíso. Había tenido más de una diferencia con el Partido. El de allá y el de acá. Pero esto no tenía que ver con partidos, política ni un carajo. Se trataba de identidades. Se trataba de una forma de ver el mundo, de un lugar donde pararse frente a toda la mierda que lo rodeaba. Y allá, lejos, detrás de aquél muro, estaba el Lugar. Una tierra donde alguien, alguna vez, había intentado otra cosa. Donde por primera vez en la historia, los trabajadores habían ganado y habían gobernado. No era poca cosa. No para Juan.

No le importó que alguien en la televisión dijera que era el Fin de la Historia. Sabía que se iban a hacer un picnic con todo eso. Pero cuando el pendejo Joaquín, su compañero, sentado a su lado, como queriéndole hacer un favor, sentenció, comprensivo: “Es que eso no podía funcionar…”, sintió como si le hubieran quitado la silla donde estaba sentado. Tuvo que apoyarse en la mesa. De reojo, miró a su alrededor. Allí estaba Roberto, el chofer, sentado con su café que siempre se le enfriaba. Ramirez, el sereno de la estación de servicio, haciendo tiempo para ir a trabajar. Alfaro y un par de compañeros de la municipalidad, como siempre, junto a la ventana, con la camioneta estacionada al lado. Y Joaquín, del taller. Las miradas le quemaban la nuca. Todos sabían quién era él. O más importante, qué era él. Quizás nadie lo estuviera mirando realmente, pero él así lo sentía. Mire, Juan. ¿Lo ve? ¿Ve lo que sucede? ¿Ve que no funciona? ¿Lo ve, Juan? ¿Lo ve?

Se levanto como quien se eleva por sobre una montaña de escombros, erguido, con los ojos vidriosos. Ahora sí lo estaban mirando. Tomo la última caña, dejó el vaso sobre la mesa, se puso la campera, observó a todos en silencio y abandonó el bar.

En la calle no había un alma. Se anudó la bufanda y caminó rumbo al taller. Le pareció que veía los colores del pueblo un poco más opacos. Debe ser la bebida, pensó.

Fragmentos de Juan II

Noviembre de 1961

Desde siempre, los cementerios le habían resultado algo tenebroso. No porque fuera de noche, o las cruces: es que nunca se había acostumbrado a esa sensación de ir caminando sobre gente dormida, como rodeado.

Sin embargo, esa noche Juan se sentía distinto. El fueguito acentuaba las formas oscuras de las cruces, las lápidas y las pequeñas bóvedas, la noche era más noche que nunca y el viento soplaba bajito e inquietante. Así y todo se sentía distinto, no tenía miedo. Quizás estuviera con la cabeza puesta en la huelga, quién sabe. Aunque no dejaba de causarle gracia: años temiéndole a los fiambres y ahora lo protegían. A los cementerios la policía no entraba, les daba el mismo cagazo que a él, años antes. Y si lo hacían, había lugares de sobra por donde salir rajando.

Dejó de pensar en eso y miro en silencio a los que formaban la ronda en torno al fuego, calentándose las manos. El que hablaba era Ramiro.

- …así que menos mal que me pude rajar. Dicen que trajeron el Bruselas, un buque cárcel o algo así, porque no tienen más lugar. Todavía tienen a la sombra a unos cuantos del quilombo del frigorífico ese de Buenos Aires, el Lisandro de la Torre, hace un par de años.

Ramiro hablaba del asunto como quién dice a ver cuando nos hacemos un asado. Era un fraternal, así llamaban a los maquinistas. A Juan, esa forma de llamarlos le sonaba a monje con capucha, aunque nunca supo por qué. Lo había conocido hacía años, en una cena de nochebuena en su casa. Su familia vivía en la capital, pero a él le había tocado llevar el último tren hasta San Marcos y pasar la noche allá. El padre de Juan lo había invitado (obligado hubiera sido más correcto) a cenar con su familia para que no pasara solo las fiestas. Había sido Ramiro el que había llevado de paseo al hijo de don Andrada por primera vez en una locomotora, el que le había mostrado el horizonte de los campos abiertos, el que le había contado las primeras historias entre el ruido ensordecedor de la máquina. Tenía una cara redonda y bonachona, con anteojitos pequeños y todo, y a Juan le seguía pareciendo más un pediatra o un jardinero que el tipo que le había puesto un 38 en la cabeza al comisario del pueblo, cuando le dio aquél ataque de patriotismo y no quiso largar a los cuatro compañeros detenidos, la semana anterior. Habían caído mientras visitaban a sus familias, con orden de detención y todo, para prestar servicio. No había mucho por hacer, pensaron todos, menos Ramiro, que había dicho ni en pedo, había cazado a Juan del brazo y a cinco más del taller y había salido como loco en la Ford, echando polvo, derechito para la comisaría. El comisario había pensado que se venían a entregar, así que pasaron todos por la puerta sin problema, hasta que de la nada aparecieron varios revólveres y un rifle de caza. Para esta hora debía estar lamentándose, si es que se le habían secado los pantalones. Cuestión que ahora estaban todos ahí, recagándose de frío, Juan, Ramiro, los cuatro ex detenidos y un par más.

Dalmiro, el encargado del cementerio, cebaba mate. Parecía un Señor de los Muertos, un mandinga medio gauchesco, emponchado hasta el cuello para no chupar frío y sentado sobre la losa de la tumba de los Ferrer, mientras sostenía la pava con una mano y pasaba el mate con la otra. Al principio Juan había pensado que lo incomodaban estando ahí, incluso llegó a sospechar que quizás los delataría, pero ahora se daba cuenta que el tipo estaba encantado de que su lugar sirviera de refugio. Era lo más interesante que le había pasado en años y se le notaba en la cara: la estaba pasando fenómeno.

Diego, el hijo de Alberto, el actual jefe del taller, leía La Razón, donde parecía que había un par de notas sobra la huelga. Había empezado la universidad en la capital ese mismo año. Hacía rato que debía haber vuelto a clase, y la madre, que se la había visto venir, le había prohibido meterse en el quilombo del padre. Diego estaba estudiando, o eso creían todos incluido Alberto, hasta que se apareció por el cementerio en plena noche con todo el bolso, los libros y dos docenas de facturas. El jefe de Juan todavía lo miraba desde el otro lado del fuego, donde el pibe se había ubicado a prudente distancia, y era evidente que dudaba entre tirarle con algo (de hecho, habían tenido que pararlo entre varios para que no lo fajara) o abrazarlo.

Otro que andaba por ahí era un tipo grande, entrado en años y que no tenía pinta de ferroviario. Juan no había sabido en principio de dónde había salido y tampoco era cuestión de andar haciendo preguntas sobre quién era quién y qué andaba haciendo cada uno por ahí. Dalmiro se ocupó de despejarle las dudas. El tipo se llamaba Almada y había trabajado de maquinista naval. Resulta que el gobierno tenía 150.000 ferroviarios de paro, pero había decidido hacer andar los trenes como fuera. Para eso, necesitaba reclutar a cualquiera que hubiera manejado algo en su vida. No le alcanzaba con el personal jerárquico y algún que otro carnero. Parece que había decidido contratar a los maquinistas navales, pagándoles casi un tercio de su sueldo por día si hacían andar las locomotoras. El tipo este, decía Dalmiro, le había contado que los navales habían rehusado traicionar la memoria de Guillermo Brown (aunque el sepulturero decía no tener idea de quién era aquél fulano) y que habían rechazado el dinero. Lo que se dice, en palabras del Vasco, que lo habían mandado a tomar por culo. Mientras escuchaba a Dalmiro que le contaba bien bajito todo esto, miraba al tipo de reojo que, silencioso y calentándose las manos cada tanto, escuchaba a Diego leer una noticia en voz alta.

Mientras observaba al jubilado, Juan comenzó a pensar que la cosa estaba mucho más peluda de lo que nunca se hubiera imaginado. En la cabeza se le arremolinaban su familia, los soldados, el perro del sepulturero, la Gallega, Guillermo Brown y el clásico del domingo. Pero allí, con Ramiro, Diego, Alberto, Dalmiro, los cuatro compañeros, Almada y los fiambres, se sentía más acompañado que nunca.

Diciembre de 1975

No era porque lo hubiera estudiado, o porque se lo hubieran explicado en el Partido. Tampoco era por lo que dijera la prensa. Los militares iban a entrar en escena una vez más y a esta altura, ni a Juan ni a nadie le sorprendía. Pero acá pasaba otra cosa. Algo se venía y él lo olía en el aire.

Últimamente recordaba a menudo lo de Larkin, hacía ya varios años. La militarización de los ferrocarriles, el intento de cerrar ramales enteros y construir rutas, fábricas de autopartes, camiones. El General Larkin. Para aplicar un proyecto económico, los norteamericanos habían enviado un militar. Algo se debían imaginar, vamos. Y en los talleres Pérez de Rosario, habían empezado a vislumbrar, apenitas, lo que iban a tener que enfrentar.

Hasta allí había llegado la flamante Comisión Larkin en pleno, con General y todo a la cabeza, agregados militares, técnicos, representantes de la empresa, políticos, la prensa y una nutrida custodia. Fotos, flashes, manos que se estrechan. Pase por aquí, mister, cuidado con aquella máquina. Thank you, thank you. Vea aquí los talleres, las grúas, los ganchos, la locomotora. Y el General que yes, of course, I´m impressed, y ese tipo de cosas.

Hasta que abren el portón del edificio central, de par en par. El sol entra de lleno, iluminando un lugar inmenso. Inmenso y gris. Cadenas, andamios, sopletes, herramientas, pasarelas, maquinas. Los visitantes avanzan sobre el rectángulo de luz que se proyecta sobre el piso del taller. A medida que su vista comienza a acostumbrarse, descubren que no están solos. Muchas figuras grises los rodean, mirándolos, desde la espesura de acero del lugar. Grises son sus ropas, que casi los funden con el lugar. Grises son sus brazos, sus manos y sus caras, por la mugre, la grasa y el hollín. Sus ojos son negros, carbones fríos, y están clavados en los recién llegados.

Todo es silencio por un instante. The General observa, sorprendido. Si fuera uno de sus ejercicios militares, si estuviera en donde debiera estar, se daría cuenta lo que ocurre, del peligro. Pero solo ve obreros. El agregado diplomático argentino se inquieta pero avanza. Él es el Gobierno, y además viene con un General de los Estados Unidos de Norteamérica. Sabe de las huelgas, pero no puede ser que a estos tipos se les ocurra…

Entonces los carbones se encienden. Los brazos se tensan, los cuerpos se inclinan, agazapados. El taller entero se activa.

- What…

La frase queda trunca por una lluvia de tuercas, estopa, martillos y bulones del tamaño de un puño, capaces de partir un cráneo en dos. La comitiva retrocede, suenan un par de disparos al aire, la custodia cubre al General que se retira del campo de batalla, en estado de pánico, entre gritos de batalla que desconoce.

No tiene tiempo de entender qué aúllan esos locos, un ¡vivalapatriatraidoreshijosdeputafuera! del que desconoce su significado pero que no hace falta ningún traductor que le explique su sentido. Lo único que oye (y entiende bastante bien) son los bulonazos que le pasan, rasantes, por encima de la cabeza.

Juan sonreía de costado cada vez que recordaba el episodio de Pérez, siempre lo había hecho. Ahora no. Seguían siendo los mismos de siempre, y seguía siendo, de fondo, lo mismo de siempre. Pero ya no sería a plena luz del día. Iba a ser distinto. Y tampoco creía que ahora fuera a alcanzar con bulonazos y tuercas.