En los trenes de la ciudad de Buenos Aires, el personal de seguridad cada tanto atrapa un punga. Evitando la burocracia policial, se llevan al joven (siempre es un joven) a alguna de sus covachas, bajo la mirada de aprobación de más de un pasajero bienpensante. Allí, en un cuartito mal iluminado y sosteniéndolo sobre una mesa con restos de facturas y puchos, le rompen los dedos de la mano a bastonazo limpio.
Para que no vuelva a trabajar, le dicen.