Este texto me hizo recordar dos cosas que tenía archivadas en algún lugar de mi cabeza.
La casa de Pablo Neruda en Isla Negra, Chile, esta íntegramente construida con colecciones. Poco o nada en aquella casa, sea mueble, vajilla o adorno, está librada al azar de una compra hecha en algún bazar o una simple adquisición por catálogo. Botellas, cajitas, mariposas, latitas, piedras. Por todos lados abundan las colecciones. En cada rincón de aquella casa construida a semejanza de un barco (con pasillos estrechos, techos bajos y cuartos donde uno menos se lo espera) es posible toparse con alguna colección de algo. Lo que sea.
También están los simples objetos, individuales, únicos. No forman parte de una colección, pero su relevancia no viene de allí, sino de que tiene una historia detrás. Hay un globo terráqueo traído de no se sabe dónde por el escritor, en uno de sus viajes como diplomático del gobierno de Allende. Aún puede verse un corte en el costado, a la altura del Atlántico sur, dónde un guardia de aduana impiadoso buscó infructuosamente algún documento secreto del Kremlin frente a un Neruda furioso de que le arruinaran de esa manera su recuerdo. Hay una mesa construida con una rueda de carreta, regalo de unos mineros del norte de Chile, de esos que quedan atrapados y se mueren, sin tanto barullo, ni flashes, ni nada. De esos mineros también son, las piedras que forman su chimenea. Una silla regalo del mar, léase: una silla que Neruda se encontró una mañana caminando por la playa. Todo tiene una historia, una identidad, rostros que hicieron que llegara hasta allí.
Neruda coleccionaba, además, mascarones de barco. Entre los que tenía, su preferida era la Llorona. La tenía junto a una ventana, mirando el mar. En invierno, la diferencia de temperatura y humedad hacía que en sus ojos de cristal se formaran gotas de agua. Eso era lo que los amigos del escritor intentaban hacerle entender. El los escuchaba con interés y hasta comprensión, asentía con solemnidad, para luego explicarles que el era poeta, no científico, y que podían tomar su explicación materialista y guardársela en el bolsillo. En su mundo, la Llorona veía triste el mar, sobre el cual ya no cabalgaba. Por eso lloraba.