El texto aborda el tema de la eternidad, puntualmente en relación a la estadía que sufrirían las almas pecadoras en el infierno. Decididamente, el enunciador se coloca en el lugar de un conocedor de los temas religiosos, no solo en cuanto a preceptos, sino también a sus libros y tomos de referencia. Se vuelve claro que él mismo no pertenece al ámbito religioso, sin embargo, se desenvuelve en el debate haciendo gala de sus conocimientos, poniéndose a la “altura” de sus posibles interlocutores o críticos. No debate acerca de la religión en sí, sino que se propone avanzar sobre conceptos más complejos que la religión envuelve.
El enunciador construye el texto a partir de ciertas reflexiones que realiza sobre el tema que ha escogido, sembrando citas y referencias a personalidades, explicitando su conocimiento sobre el tema, o al menos, su “derecho” a abordarlo. Si bien el ensayo puede ser leído y entendido por alguien que no esté versado en el tema, contiene numerosas referencias religiosas y filosóficas que juegan al mismo tiempo como límite para unos y desafío para otros. En algunos momentos, también se permite ciertas ironías, las cuales maneja con elegancia y sin caer en el agravio, las utiliza con diplomacia (“mitología simplísima de conventillo”), tan solo para refutar algunas cuestiones que no comparte o que juzga inadecuadas.
Sobre el final, el texto se permite una pequeña reflexión, donde el enunciador ataca lo que él considera como la “religiosidad”. Mezcla de ensayo filosófico y dardo retórico, el ensayo deja una sensación de “a propósito de esta cuestión, quiero aclararles que…”, como si el autor hubiera descubierto, en medio de otras cavilaciones, algo con lo que no estaba de acuerdo y sobre lo que decidió disparar.
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