miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ensayo TEO

El fuego y los calibanes

Siempre existe una tierra más allá. Un lugar lejano y desconocido de donde proviene aquello que amenaza, nos dicen, la forma de vida que conocemos. Los bárbaros, los caníbales, las hordas. Los otros. Puede ser un lugar tan lejano como las estepas desérticas que rodean el burgo medieval o los suburbios de las metrópolis modernas. Porque el tiempo no importa, siempre ha habido calibanes que han desafiado a los dueños del fuego.

“Mientras los leones no tengan historiadores, los cuentos seguirán glorificando al cazador”. Pero los cazadores han aprendido que la Historia no puede ser borrada de la memoria de los calibanes. Es tanta la sangre derramada que provoca una inmensa mancha en el imaginario de los pueblos y aquellos que han intentado borrarla como si fuera una mancha de vino sobre un mantel, se han encontrado con que sólo la esparcen más y más. Por eso los dueños del fuego deben reescribir las historias, transformarlas, cubrir la mancha con capas y capas de páginas, palabras, imágenes, hasta que sea difícil encontrar qué hay debajo.

Los dueños del fuego han descubierto que el combustible de los calibanes no se agota y han decidido utilizarlo. Para eso, deben incluso reivindicarlos. Mientras los adelantados avanzaban a sangre y fuego por el continente americano, desde el otro lado del océano, Montaigne descubría que los nativos “guardaban vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles”. De no haber estado tan inmerso en sus debates filosóficos y políticos, hubiera podido notar cuán de acuerdo estaban, en la práctica, los colonizadores monárquicos que él cuestionaba: ¿qué otra cosa justifica Potosí, la mayor tumba de la historia de la humanidad, sino la utilidad de aquellos que fueron llevados allí? Las reivindicaciones siempre se hacen desde la seguridad de la lejanía.

José Hernández pintó como nadie la historia de resistencia de los calibanes de las provincias del Río de la Plata. El delito de ser pobre, ser marginal, estar por fuera de todo aquello que es considerado civilizado.

El anda siempre juyendo,


Siempre pobre y perseguido,


No tiene cueva ni nido


Como si juera maldito


Porque el ser gaucho... barajo,


El ser gaucho es un delito.

Eran tiempos en que Sarmiento mandaba a liquidar a toda aquella barbarie que amenazaba su civilización. José Hernández no liquidará a Martín Fierro, pero a su regreso, lo mandará a trabajar. Y el gaucho dejará su montura y su libertad por un jornal. Aprenderá que agachar la cabeza es loable y que ser útil es un deber. Las jineteadas y la resistencia quedarán para las canciones y los cuentos.

Pero cuando el gaucho pensaba que su capítulo en la Historia había terminado, los dueños del fuego lo volverán a convocar de la fosa donde lo habían echado, sin siquiera una cruz que lo marque. Nuevos calibanes se acercan, esta vez por mar, desde el Viejo Mundo. Acratas, les dirán, sin Patria ni Dios. Anarquistas se dirán ellos, y disputarán a los dueños del fuego su reinado, su cultura y su historia. Y los dueños del fuego acudirán a las historias del gaucho, ya muerto, reclutado o trabajando, y las convertirán en su Historia. Al menos ellos eran cristianos. Y con imágenes de lanzas, jinetes y banderas en los libros y metralla en las ciudades y en la Patagonia, aplastarán a los nuevos bárbaros de allende los mares.

Hoy se reivindica a los calibanes de hace algunas décadas. Los dueños del fuego intentan hacer suya la historia de aquellos que los combatieron, de aquellos a los que exterminaron. Como los indígenas, como los gauchos, como los ácratas: ya no tienen voz. Probablemente dirían algo distinto a lo que se les adjudica, nos interpelarían de otra manera. Probablemente cuestionarían esta civilización, la pondrían en peligro. Aún así se los reivindica, para calmar a los calibanes de hoy. Para enfrentar a los calibanes de mañana.

Pero la mancha se filtra por las capas de páginas, palabras e imágenes que le han puesto encima los dueños del fuego. Son muchas las manchas y demasiada la sangre, y los calibanes se nutren de ella, son cada vez más y cada vez más peligrosos. Los dueños del fuego lo saben y tiemblan. Pero sobre todo, lo hacen porque todos los calibanes, los de los caballos, los de los barcos, los que ya no tienen voz, entienden, cada vez más, que forman parte de la misma historia. De una Historia que pueden escribir. Y quieren el fuego.

lunes, 6 de diciembre de 2010

6 segundos (versión final)

6 segundos

El peso, el movimiento y la velocidad de circulación del ferrocarril produce una serie de efectos sobre la tierra que lo sostiene y los rieles por los que circula. Muy por delante suyo, la inmensa máquina hace vibrar el suelo mismo: las rocas crepitan levemente como si se tratara de brasas encendidas, un suave y ronco rugido parece proceder desde las entrañas de la tierra. Existen una serie de leyes físicas por las cuales los rieles, presionados por la masa de acero que circula sobre ellos, se vuelven elásticos, generando un sonido parecido al de una honda, una cuerda o un látigo, pero mucho más grande: una vibración metálica que puede sentirse, si uno está acostumbrado a ese sonido o acerca el oído, segundos antes de que el tren haya arribado al andén. Unos seis segundos antes, para ser más exactos, todo nos avisa que aquél gusano gigante viene llegando.

Es conocido por todos el resultado de ser arrollado por un tren. Me refiero no sólo a la muerte, sino al destrozo que sufre el cuerpo al ser triturado por semejante maquinaria en movimiento. Si he de ser sincero, muchos han sobrevivido, más de lo que se cree. Pero casi todos terminan, inevitablemente, destrozados.

No fue el caso de Laura. O Silvia. O Jimena. O como fuera que se llamara. Nunca lo supimos, para ser honesto tampoco nos importó demasiado. Tendría unos 20 años, quizás menos. Nos asomamos delante de la máquina luego del accidente (algunos desde arriba, en el andén, otros sobre las vías), la hallamos casi intacta, y eso que por encima de su cuerpo habían pasado, al menos, dos vagones. Estaba en posición fetal, con las manos cruzadas sobre su panza, acostada entre los rieles. Y digo casi porque estaba decapitada, limpiamente.

Pudimos reconstruir la historia rápidamente a través del relato de algunos testigos: Laurasilviajimena se había acercado al laberinto del paso a nivel como cualquier otro transeúnte, había visto que venía el tren, había comenzado a caminar por las vías, se había acostado de espaldas al tren, en aquella posición, y había colocado su cuello sobre el riel. Por su madre, quien llegó al rato, supimos que andaba mal con el novio por lo del embarazo. O algo así. En resumidas cuentas, una típica familia del conurbano bonaerense de esas que aparecen en los reality shows policiales de medianoche. Lo menciono por si alguien está interesado en la nota, aunque ya es tarde, creo.

Nos quedamos mirando el cuerpo, cosa que nunca nos pasa. No porque nos asquee ni nada parecido, ya estamos acostumbrados a que día por medio el tren se lleve puesto algún boludo. Creo que no es ponerse melodramático si reconozco que nos conmovió un poco la juventud de la chica, su embarazo y esos detalles. Pero sobre todo, parecía que al tren le hubiera dado vergüenza destrozarla y se había limitado a realizar el trabajo para el que la chica lo había escogido como verdugo. Sólo la cabeza.

No fue la tragedia, ni la conmoción, ni la imagen de la joven, ni su embarazo lo que me dejó pensando, retorciéndome la cabeza, intentando encontrar qué era aquello que me había quedado inconcluso, sin poder darle la vuelta a la página de este episodio. Aquella noche, mientras volvía a mi casa en el tren, entendí. A decir verdad, primero lo . Tuve que sacarme el mp3, como para poder oir y entender mejor. Era el sonido de los rieles. Entonces comprendí, tarde, aquél gesto de acostarse de espaldas: Laurasilviajimena no había querido ver llegar el tren sobre ella, sabía que tendría miedo, sabía que no lo iba a soportar. Quiso acurrucarse, hacerse una bolita, no ver ni oír nada. Pero el tren no le pudo perdonar eso: le dio 6 segundos de aquél sonido metálico, ese zumbido de acero, mientras las piedritas vibraban a su alrededor y la tierra rugía por debajo. La chica no había contado con esos 6 interminables segundos. No podría haberlo hecho nunca. ¿Cómo iba a saberlo?

A veces uno pretende destilar rabia contra un sistema que provoca las mayores crueldades sobre las personas más indefensas. Evoca imágenes, busca ejemplos, trata de superarse revolviendo la miseria propia o ajena, intentando encontrar siempre aquello que ya es demasiado, y señalarlo para que otros vean y digan “¡Eso es demasiado!” y quizás hasta hagan algo al respecto. De hecho, este texto iba a ser de ese estilo: el Hambre, la Injusticia, la Explotación, el Sistema, la Juventud, la Miseria. Pero es en estos detalles donde la crueldad se manifiesta en toda su pureza. En apenas 6 segundos. Los últimos de Laurasilviajimena. Ni siquiera allí le dieron respiro.

Proyecto Ensayo (versión final)

David y Mariano

Mariano era de Avellaneda, al sur de Buenos Aires, con sus apenas veintipico de años. Se crió en aquél barrio de fábricas cerradas, galpones abandonados y calles silenciosas, junto a las vías del ferrocarril Roca. Todos los días veía pasar el tren, cargado de gente que iba al trabajo, desde el sur de la provincia de Buenos Aires, hacía la capital.

En uno de esos trenes que veía pasar Mariano, viajaba David, que también era de Zona Sur. No llegaba a los treinta años. Hacía el mismo recorrido todos los días, hasta Constitución, y luego el subte hacia Once. David era ferroviario y trabajaba en la línea Sarmiento. Su abuelo había sido ferroviario, y también lo eran su padre y su hermano mayor.

En Avellaneda, Mariano repartía el tiempo entre sus hermanos, el trabajo, los estudios y su militancia, aunque en el último tiempo era más militancia que otra cosa: andaba desocupado. David se dividía entre el trabajo y su familia: tenía dos hijos pequeños a los que adoraba. Siempre que podía, nos mostraba las fotos y los videos de ellos que guardaba en su celular. De vez en cuando, los llevaba a conocer el lugar donde trabajaba su papá.

A los dos les gustaba la música. Mariano había incursionado en algunos proyectos y planeaba ingresar a alguna de las escuelas artísticas de Avellaneda. David había colgado la guitarra eléctrica hacía rato, entre el trabajo y la casa, no quedaba mucho tiempo para practicar. Pero cada tanto la miraba colgar de la pared, como para verificar que no se la hubieran vendido en algún descuido.

Mariano llevaba una década participando de asambleas estudiantiles, barriales, plenarios, reuniones, volanteadas, pintadas y campañas electorales. Había participado, incluso, de ocupaciones de fábricas. Es que de eso se trataba su militancia: de los trabajadores. David hacía ya algunos años que estaba en el ferrocarril, pero apenas había empezado a ir a las asambleas, a discutir, a preguntar que pasaba con tal o cual cosa. Era de esos tipos callados, muy tímidos, de los que escuchan mucho y hablan poco. De los que paran cuando hay que parar.

Para poder llevar adelante las actividades de su militancia, de su Partido, Mariano colaboraba con dinero de su bolsillo. A veces era más, a veces menos, según como viniera la mano. Con ese dinero se sostenían las publicaciones, la pintura, los carteles, lo que hiciera falta. Todos los meses, por recibo de sueldo, a David le descontaban una parte del salario para su sindicato, la Unión Ferroviaria. Con ese dinero, se financiaba el funcionamiento del gremio, la obra social, ciertas actividades deportivas y, cuando hacía falta, se contrataban sicarios para que le metieran un tiro a los que molestaran, como Mariano. Como ocurrió aquél 20 de octubre.

Mariano había estado apoyando la lucha de unos trabajadores tercerizados despedidos del ferrocarril, que reclamaban su reincorporación y su pase a planta permanente, una especie de status que tienen algunos trabajadores hoy en día, que implica mejor salario, ciertos derechos y algún tipo de representación gremial frente al patrón. Lo que se dice estar bajo convenio, como lo estaba David, su padre y su hermano y como lo había estado su abuelo, en una época cuando todavía los empresarios no habían afinado tanto el lápiz y no habían inventado este nuevo método de explotación encubierta.

Mariano tuvo un velorio multitudinario. Al día siguiente de su asesinato, miles de personas se congregaron en Plaza de Mayo, repudiando el hecho. Nunca se lo hubiera imaginado, eso es seguro. Allí, David tuvo su bautismo: era la primera vez que marchaba a la Plaza. No había hecho muchas preguntas, solo sabía lo que sabíamos casi todos, que una patota del sindicato había baleado a un pibe que luchaba junto a los tercerizados. En nuestro ferrocarril. Pero la Muerte tiene esa cosa tan peculiar de dividir aguas, de zanjar cuestiones, de poner blanco sobre negro, de hacer evidente quién es quién. Y lo hace con una rapidez asombrosa. Así que cuando nos giramos a ver si David nos acompañaba o qué, el tipo ya había mandado al jefe a la mierda y preguntaba cuándo salíamos.

Mariano nunca escuchó las palabras, los gritos, los discursos en su nombre durante el acto. Es probable que David tampoco: escuchaba, tocaba, olía y miraba a través de sus ojos, tantos cuerpos, tantas caras, tantas banderas. Así que de eso se trataba, de tanta gente que andaba en eso, de que éramos tantos…

David nunca conoció a Mariano. Tampoco podrá, personalmente al menos. Pero a Mariano le hubiera gustado conocer a David, a este David, y saber todo esto.

Proyecto Ensayo (segunda versión)

David y Mariano

Mariano era de Avellaneda, al sur de Buenos Aires, con sus apenas veintipico de años. Se crió en aquél barrio de fábricas cerradas, galpones abandonados y calles silenciosas, junto a las vías del ferrocarril Roca. Todos los días veía pasar el tren, cargado de gente que iba al trabajo, desde el sur de la provincia de Buenos Aires, hacía la capital.

En uno de esos trenes que veía pasar Mariano, viajaba David, que también era de zona sur. No llegaba a los treinta años. Hacía el mismo recorrido todos los días, hasta Constitución, y luego el subte hacia Once. David era ferroviario y trabajaba en la línea Sarmiento. Su abuelo había sido ferroviario, y también lo eran su padre y su hermano mayor.

En Avellaneda, Mariano repartía el tiempo entre sus hermanos, el trabajo, los estudios y su militancia, aunque en el último tiempo era más militancia que otra cosa: andaba desocupado. David se dividía entre el trabajo y su familia: tenía dos hijos pequeños a los que adoraba. Siempre que podía, nos mostraba las fotos y los videos de ellos que guardaba en su celular. Un par de veces, los llevó a conocer el lugar donde trabajaba su papá.

A los dos les gustaba la música. Mariano había incursionado en algunos proyectos y planeaba ingresar a alguna de las escuelas artísticas de Avellaneda. David había colgado la guitarra eléctrica hacía rato, entre el trabajo y la casa, no quedaba mucho tiempo para practicar. Pero cada tanto la miraba colgar de la pared, como para verificar que no se la hubieran vendido en algún descuido.

Mariano llevaba una década participando de asambleas estudiantiles, barriales, plenarios, reuniones, volanteadas, pintadas y campañas electorales. Había participado, incluso, de ocupaciones de fábricas. Es que de eso se trataba su militancia, de los trabajadores. David hacía ya algunos años que estaba en el ferrocarril, pero apenas había empezado a ir a las asambleas, a discutir, a preguntar que pasaba con tal o cual cosa. Era de esos tipos callados, muy tímidos, de los que escuchan mucho y hablan poco. De los que paran cuando hay que parar.

Para poder llevar adelante las actividades de su militancia, de su Partido, Mariano colaboraba con dinero de su bolsillo. A veces era más, a veces menos, según como viniera la mano. Con ese dinero se sostenían las publicaciones, la pintura, los carteles, lo que hiciera falta. Todos los meses, por recibo de sueldo, a David le descontaban una parte del salario para su sindicato, la Unión Ferroviaria. Con ese dinero, se financiaba el funcionamiento del gremio, su obra social, ciertas actividades deportivas y, cuando hacía falta, se contrataban sicarios para que le metieran un tiro a los que molestaran, como Mariano. Como ocurrió aquél 19 de octubre.

Mariano había estado apoyando la lucha de unos trabajadores tercerizados despedidos del ferrocarril, que reclamaban su reincorporación y su pase a planta permanente, una especie de status que tienen algunos trabajadores hoy en día, que implica mejor salario, ciertos derechos y algún tipo de representación gremial frente al patrón. Lo que se dice estar bajo convenio, como lo estaba David, su padre y su hermano y como lo había estado su abuelo, en una época cuando todavía los empresarios no habían afinado tanto el lápiz y no habían inventado este nuevo método de explotación encubierta.

Mariano tuvo un velorio multitudinario. Al día siguiente de su asesinato, miles de personas se congregaron en Plaza de Mayo, repudiando el hecho. Nunca se lo hubiera imaginado, eso es seguro. Allí, David tuvo su bautismo: era la primera vez que marchaba a Plaza de Mayo. No había hecho muchas preguntas, solo sabía lo que sabíamos casi todos, que una patota del sindicato había baleado a un pibe que luchaba junto a los tercerizados. En nuestro ferrocarril. Pero la Muerte tiene esa cosa tan peculiar de dividir aguas, de zanjar cuestiones, de poner blanco sobre negro, de hacer evidente quién es quién. Y lo hace con una rapidez asombrosa. Así que cuando nos giramos a ver si David nos acompañaba o dudaba, el tipo ya había mandado a su jefe a la mierda y preguntaba cuándo salíamos.

David nunca conoció a Mariano. Ahora tampoco podrá, personalmente, al menos. Pero a Mariano le hubiera gustado conocer a David, a este David, y saber todo esto.

Proyecto Ensayo (primera versión)

David y Mariano

Mariano vivía en Avellaneda, sur de la provincia de Buenos Aires. David también es del sur, aunque un poco más lejos, cerca de Glew.

David no llega a los treinta años, Mariano apenas había pasado los veinte.

Mariano probablemente tuviera novia, quizás. David está casado y tiene dos hijos, un nene y una nena, a los que adora.

David viene de una familia de ferroviarios, su abuelo lo era, su padre y su hermano lo son y el también lo es: trabaja en el ferrocarril Sarmiento. Mariano estaba desocupado, y apoyaba con su militancia, la lucha de un grupo de despedidos del ferrocarril. Trabajadores tercerizados, que buscaban recuperar sus empleos y tener las mismas condiciones de trabajo y derechos que David, su papá y su hermano.

Mariano era un militante político desde que tenía apenas 14 o 15 años, miembro de un partido que quiere representar a los trabajadores, a los obreros, como David.

David participa desde hace poco tiempo de las asambleas en su lugar de trabajo, discute, opina, va al paro cuando es necesario y apoya a sus compañeros. Como Mariano.

Mariano aporta de su bolsillo a su organización, el Partido, para que se puedan organizar actividades, pagar los gastos, realizar publicaciones o apoyar las luchas de los trabajadores, como David.

Parte del sueldo de David, va a parar a su organización, el sindicato, para que se puedan organizar actividades, sostener la obra social, pagar los gastos y, de vez en cuando, contratar sicarios que asesinen a gente que moleste, como Mariano.

Mariano había decidido desde chico de qué lado quería estar, a quiénes quería apoyar, junto a quienes quería luchar. Estaba, además, formado políticamente para esas peleas. David nunca decidió nada de eso ni tiene formación política, pero si la Muerte tiene alguna característica, es esa capacidad de poner blanco sobre negro, de definir campos, de apurar decisiones. Yo voy con ustedes a la plaza, dijo David, ese día, cuando supo lo de Mariano. Nunca necesitó detalles, ni hizo demasiadas preguntas.

Cuando fue asesinado, Mariano había pasado por marchas, ocupaciones de fábrica, volanteadas, charlas, plenarios, reuniones, pintadas, campañas electorales. Durante la marcha de repudio que hubo al día siguiente de su muerte, su velorio, David tuvo su bautismo: fue su primera marcha a Plaza de Mayo.

David nunca conoció a Mariano, y ya no podrá hacerlo, pero a Mariano le hubiera gustado conocer a este David y saber todo esto.

6 segundos (primera versión)

6 segundos

El peso, el movimiento y la velocidad de circulación del ferrocarril produce una serie de efectos sobre el suelo que lo sostiene y los rieles por los que circula. Muy por delante suyo, la inmensa máquina hace vibrar el suelo mismo: las rocas crepitan levemente como si se tratara de brasas encendidas, un leve pero sostenido rugido ronco parece proceder desde las entrañas de la tierra, si uno acerca el oído. Existen una serie de leyes físicas por las cuales los rieles, presionados por la masa de acero que circula sobre ellos se vuelven elásticos, generando un sonido parecido al de una honda, una cuerda o un látigo, pero mucho más grande, una vibración metálica que puede sentirse, si uno está acostumbrado a ese sonido, segundos antes de que el tren haya arribado al andén. Unos seis segundos antes, para ser más específicos, todo nos avisa que aquél gusano gigante viene llegando.

Es conocido por todos el resultado de ser arrollado por un tren. Me refiero no sólo a la muerte, sino al destrozo que sufre el cuerpo al ser triturado por semejante maquinaria en movimiento. Si he de ser sincero, muchos han sobrevivido, más de lo que se cree. Pero todos terminan, inevitablemente, destrozados.

No fue el caso de Laura. O Silvia. O Jimena. O como fuera que se llamara. Nunca lo supimos, no nos importó demasiado, para ser honesto. Tendría unos 20 años, quizás menos. Mientras nos asomábamos delante de la máquina, algunos desde el andén, otros sobre las vías, luego del accidente, la hallamos casi intacta, y eso que por encima de su cuerpo habían pasado, al menos, dos vagones. En posición fetal, con las manos cruzadas sobre su panza, acostada entre los rieles. Y digo casi porque estaba decapitada, limpiamente.

Pudimos reconstruir la historia rápidamente a través del relato de algunos testigos: Laurasilviajimena se había acercado al laberinto del paso a nivel como cualquier otro transeúnte, había visto que venía el tren, había comenzado a caminar por las vías, se había acostado de espaldas al tren, en aquella posición, y había colocado su cuello sobre el riel. Por su madre, quien llegó al rato, supimos que andaba mal con el novio y con lo del embarazo. En resumidas cuentas, una típica familia del conurbano bonaerense de esas que aparecen en esos reality shows policiales de medianoche. Lo menciono por si alguien está interesado en la nota, aunque ya es tarde, creo.

Nos quedamos mirando el cuerpo, cosa que nunca pasa. No porque nos asquee ni nada parecido, ya estamos acostumbrados a que día por medio el tren se lleve puesto algún boludo. Creo que nos conmovió todo: la juventud de la chica, su embarazo. Pero sobre todo, parecía que al tren le hubiera dado vergüenza destrozarla y se había limitado a realizar el trabajo para el que la chica lo había escogido como verdugo. Sólo la cabeza.

No fue la tragedia, ni la conmoción, ni la imagen de la joven, ni su embarazo lo que me dejó pensando, retorciéndome la cabeza, intentando encontrar qué era aquello que me había quedado inconcluso, sin poder darle vuelta a la página de este episodio. Aquella noche, mientras volvía a mi casa en el tren, entendí. A decir verdad, primero lo . Tuve que sacarme el mp3, como para poder oir, entender mejor. Era el sonido de los rieles. Entonces comprendí aquél gesto de acostarse de espaldas: Laurasilviajimena no había querido ver llegar el tren sobre ella, sabía que tendría miedo, sabía que no lo iba a soportar. Quiso acurrucarse, hacerse una bolita, no ver ni oír nada. Pero el tren no le pudo perdonar eso: le dio 6 segundos de aquél sonido metálico, ese zumbido de acero, mientras las piedritas vibraban a su alrededor y la tierra rugía por debajo. La chica no había contado con esos 6 interminables segundos. No podría haberlo hecho nunca.

A veces uno pretende destilar rabia contra un sistema que provoca las mayores crueldades sobre las personas más indefensas. Evoca imágenes, busca ejemplos, trata de superarse revolviendo la miseria propia o ajena, intentando encontrar siempre aquello que ya es demasiado. Justifica, caracteriza, explica, embiste, critica. Con Laurasilviajimena entendí precisamente eso: este sistema no sólo nos mata, ni siquiera nos da respiro durante esos últimos 6 segundos.

Nota de lectura "Colección de arena" Italo Calvino (versión final)

Coleccionistas de sueños

Existen diferentes tipos de coleccionistas. Están aquellos que tienen una o más colecciones de artefactos, sean del valor o del tamaño que sea, por hobby. Otros, por status. Algunos lo hacen para proteger sus colecciones de la mano del hombre que las creó. Para muchos, la colección en sí misma es una cosa más, una unidad, que heredaron y que tiene algún tipo de valor sentimental, por lo que la dejan arriba de una repisa o la atesoran (según el caso) junto a otras pertenencias.

Pero también existen aquellos para quienes las colecciones son otra cosa. No importa el número de elementos que las compongan. No importa la cantidad, ni la calidad, ni el tipo. Ellos simplemente coleccionan. De todo. Estas personas suelen tener un lugar, su sancta santorum, donde dejan reposar allí sus colecciones. Sus objetos. Un lugar donde cada punto en donde se pose la vista automáticamente transporte al dueño a un lugar y un tiempo determinados. A estos coleccionistas no les interesa el objeto, ni completar la colección, sino la conexión que estas encierran con algún fragmento de propia historia. De su vida.

Para estos coleccionistas, no hay lugar mejor que los refugios donde guardan sus colecciones. Suelen estar en sus propias moradas, pues no pueden permanecer mucho tiempo lejos de ellas. No se trata de codicia, o de viejos dragones que protegen su tesoro. Los objetos a su alrededor conforman una red de ventanas, de sensaciones, un tejido que rodea al coleccionista que se siente allí, y solo allí, como si recargara sus baterías. Un lugar donde diferentes tiempos, lugares y personas fluyen a través de él. Donde construye, a partir de retazos de otras realidades, su realidad.

Estos coleccionistas son, inevitablemente, personas que han viajado o vivido mucho. O ambas cosas, que hasta cierto punto podrían ser la misma. La casa de Pablo Neruda en Isla Negra, Chile, esta íntegramente construida con colecciones. Poco o nada en aquella casa, sea mueble, vajilla o adorno, está librada al azar de una compra hecha en algún bazar o una simple adquisición por catálogo. Botellas, cajitas, mariposas, latitas, piedras. Por todos lados abundan las colecciones. En cada rincón de aquella casa construida a semejanza de un barco (con pasillos estrechos, techos bajos y cuartos donde uno menos se lo espera) es posible toparse con alguna colección de algo u objeto extraño. Lo que sea.

Hay un globo terráqueo traído de no se sabe dónde por el escritor, en uno de sus viajes como diplomático del gobierno de Allende. Aún puede verse un corte en el costado, a la altura del Atlántico sur, donde un guardia de aduana impiadoso buscó infructuosamente algún documento secreto del Kremlin frente a un Neruda furioso de que le arruinaran de esa manera su recuerdo. Puede verse una mesa construida con una rueda de carreta, regalo de unos mineros del norte de Chile, de esos que quedan atrapados y se mueren, sin tanto barullo, ni flashes, ni nada. De esos mineros también son, las piedras que forman su chimenea. Una silla, regalo del mar, léase: una silla que Neruda se encontró una mañana caminando por la playa. Todo tiene una historia, una identidad, rostros que hicieron que llegara hasta allí.

Neruda coleccionaba, además, mascarones de barco. Entre los que tenía, dicen, su preferida era la Llorona. La tenía junto a una ventana, mirando el mar. En invierno, la diferencia de temperatura y humedad hacía que en sus ojos de cristal se formaran gotas de agua. Eso era lo que los amigos del escritor intentaban hacerle entender. El los escuchaba con interés y hasta comprensión, asentía con solemnidad, para luego explicarles que el era poeta, no científico, y que podían tomar su explicación materialista y guardársela en el bolsillo. En su mundo, la Llorona veía triste el mar, sobre el cual ya no cabalgaba.

Hace algunos años, un gran narrador de historias llamado Neil Gaiman creó el personaje de Sandman, el dios Sueño. Su reino está construido con todo aquello que fue soñado alguna vez, en algún lugar, por alguien. Cada persona, moldea, en sus sueños, la materia onírica y da forma a personajes, lugares, objetos, lanzándolos a las tierras de ensueño del dios. Allí, él los toma para dar forma a su biblioteca, a su castillo, a sus muebles. Su reino también es habitado por personajes soñados, unas veces simples y sencillos, otras veces fantásticos y estrafalarios. El universo de este dios está construido a partir de los sueños de infinitas vidas. Por eso, su poder es infinito.