lunes, 22 de noviembre de 2010

Apreciaciones sobre los fragmentos (anteriores) del narrador

“Pero el pueblo, el pueblo, sigue siendo el mismo. Y cuando empiezo a reconfortarme y arroparme en esa idea, como si fuera San Marcos, o yo hubiera hecho algo por él, recuerdo que aquél, mí San Marcos, no tiene un carajo que ver con el San Marcos de Juan José Andrada…”

Esta es una de las ideas o ejes del lugar en que se encuentra el periodista. La distancia, la apropiación de lugares, qué pertenece a quién y por qué, la identidad y la pertenencia. Y, sobre todo, que los lugares cambian según las personas, y no al revés. Encontré en esta última frase que escribí de un tirón, el centro de lo que quería decir. Pero para llegar a ella, estuve dando vueltas alrededor de un párrafo largo, descriptivo, que no me terminó de convencer. De todas formas, es necesaria la visión del periodista sobre el pueblo, para lograr la ruptura con el San Marcos de Juan.

“…Recuerdo que nadie le daba pelota. Ninguna. Creo que se las rebuscaba con algunas changas, algún trabajo no muy complicado que seguro realizaría en el taller. A veces se lo podía ver en la plaza, sentado. Y cuando digo sentado, es eso, sentado, y nada más. La gente lo evitaba; recuerdo varias veces haberlo visto entrar en el almacén, en el correo, en el banco y cómo poco a poco se hacían silencios. Quizás era una impresión mía, de chico, pero hubiera jurado que incomodaba a los vecinos, y que cuando partía, las voces se relajaban y las conversaciones subían de volumen nuevamente…”

Escribí este fragmento porque tenía la imagen en mente, sabía que debía ir. Cuando escribía me di cuenta que había otra razón: esta imagen de soledad choca directamente con la del cementerio. A partir de allí, pensé en redefinir este texto, para que hiciera referencia directa al otro fragmento. Pensé incluso en dejarlo de lado, y relatar alguna situación de reunión social en el pueblo o algo similar, que marque un paralelo, sin ser explícitos, con la reunión junto a las tumbas.

“…Juan José Andrada, alias “el viejo del taller”, “el viejo choto”, como lo conocíamos los más jóvenes. “Vamos a joder al viejo”, decíamos. Era como el ogro de la caverna, agazapado en aquél viejo portón, del que ahora solo quedan las enormes bisagras carbonizadas. La verdad es que le hacíamos de todo, pobre tipo. Lo volvíamos loco. Hasta nos tomábamos el trabajo de esperar que barriera todas las hojitas del playón de entrada y del viejo andén, y cuando iba adentro a buscar algo, ¡zas!. A la mierda las hojitas que había juntado durante toda la mañana y a salir corriendo entre risas y gritos. Nunca nos preguntamos que carajo hacía ese tipo barriendo ese lugar abandonado.

Ahora que lo pienso, nunca se nos cruzó por la cabeza siquiera mirarlo…”

Esta es una de las reflexiones del periodista, quizás ya avanzado el relato. El tema de la imagen que él tenía de Juan, y de su “responsabilidad” en su soledad, o al menos el formar parte de la sociedad que lo ninguneaba. Me sirve para plantear el ocaso del héroe, las bromas de los chicos me resultan útiles a la hora de graficar lo que implica ocupar ese lugar en un pueblo. No es necesario que ocurra algo mucho más humillante o espectacular, creo que con el silencio de la gente y las bromas de los chicos alcanza.

Algo que no logré articular bien, pero que me gustaría darle más énfasis del que terminé dándole, es el tema de las miradas, del cómo se mira a alguien, quién es ese alguien, para él y para los demás, dependiendo de varios factores. Es algo que me hubiera gustado vincular con el fragmento donde lo encuentran a Juan en un bar y lo increpan como preguntándose qué hace, “justo él”, sin salir a la calle. Para el pueblo, el mismo pueblo que lo ninguneó una década, él nunca dejó de serlo que era, y cuando la situación explota, lo reclaman porque lo ven nuevamente como antes.

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