Diciembre de 1951
- A ver, familia… hagan un lugarcito que traje un invitado…
Todos miraron hacía la rejita que conectaba el fondo con el resto de la casa.
Atrás del padre de Juan apareció un tipo bajito de figura redondeada y andar pausado. Avanzó tímidamente, tratando de acomodarse un poco la camisa, más por los nervios y por hacer algo con la mano que porque estuviera desprolija.
- Es don Ramiro, le tocó venir con el último tren así que….
Pero ya todos habían visto el saco abajo del brazo y la gorra. La familia
Andrada se convulsionó, varios salieron eyectados del asiento, como si tuvieran que hacer lugar para un regimiento, lo que hizo que el pobre maquinista se sintiera aún más incómodo. Así que es Él, pensó Juan, mientras intentaba desesperado que los adultos no lo taparan y poder mirar al sujeto que manejaba el tren que unía San Marcos con la capital. Su padre no llegó a ver la mirada de idolatría que le regalaba su hijo, porque ya corría de nuevo hasta la parrilla, dejando a la familia a cargo del invitado de honor.
El padre de Juan trabajaba en el taller ferroviario de San Marcos, lo que lo convertía en uno de los vecinos más conocidos del pueblo. Y respetados. Juan había entendido eso aquella vez cuando la maestra les había pedido que contaran sobre el trabajo de sus padres. Después del turno de Juan, la maestra se explayó sobre la importancia de los ferrocarriles, por qué Perón los había reestatizado y el bien que representaban para pueblos como el de San Marcos. Así que además de sacarse un “Muy Bien” como nota, había sido el ídolo de todos durante el recreo.
Juan se había criado entre su casa, las calles del pueblo y el taller. Le encantaba ir a buscar a su padre y que se repitiera siempre la misma escena: él entraba, lo buscaba a los gritos, su padre aparecía de entre las máquinas, cubierto de grasa y mugre, le gritaba y le decía que ese no era lugar para chicos, que había herramientas y máquinas con las que se podía lastimar, aparecían sus compañeros al grito de ¡Juancito! mientras el viejo se enojaba más, Alberto se lo subía a los hombros y lo llevaba a ver las locomotoras y los vagones mientras los demás le tiraban estopa a su padre y le decían, en resumidas cuentas, que se dejara de romper las pelotas. Juan había detectado que, en el fondo, a su padre le gustaba que él fuera, a sus compañeros les gustaba mostrarle una y otra vez las mismas locomotoras, y a él le gustaba ir. Así que todos contentos. Que tanto.
Pero había alguien a quien Juan nunca había podido acercarse, el maquinista. Los horarios de arribo o salida de los trenes eran de mañana, cuando estaba en la escuela, o de tarde, cuando ya estaba haciendo la tarea y esperando la cena. Una sola vez, cuando no hubo clases por desinfección, pudo ir al andén y verlo de cerca. O más o menos de cerca. Y tampoco estaba seguro que fuera él, a decir verdad había varias personas cerca de la locomotora, pero tampoco importaba demasiado. Por eso, cuando vio a don Ramiro entrar junto a su padre y compartir con ellos la cena de nochebuena, se olvidó del arbolito, del posible regalo, del asado y de todo lo demás.
Se pasó toda la noche mirándolo, lo más cerca que le permitía la vergüenza, tratando de entender cómo ese tipo tan chiquito (comparado con su padre) y de modales tranquilos era el que conducía aquél inmenso gusano de acero que iba y venía uniendo su pueblo con el Mundo Allá Afuera.
- ¿Así que este es su pibe?
La voz sonó demasiado cerca. Juan se giró y vio a don Ramiro, parado junto a él, que le ponía la mano en el hombro. Lo había tomado desprevenido, se le había escapado mientras él se perdía en fantasías. Y ahora lo tenía ahí. Su padre los observaba un par de metros más allá, junto a la parrilla. Asintió sonriendo al maquinista.
- Bueno, a ver cuando me lo deja para que lo lleve a dar un paso en la máquina… ¿qué te parece, pibe?
Su padre dijo algo así como que había que ver con la bruja, para que no se enojara, que dependía de las notas que sacara en la escuela, que conociéndolo a don Ramiro con un solo viaje le iba a llenar la cabeza con sus ideas y don Ramiro, riendo, que no, que solo le quería mostrar el campo y que no podía ser, retrucaba, que el Señor jefe del taller le tuviera que pedir permiso a su mujer y cosas por el estilo.
Mientras tanto, ya sin escuchar la charla, la mente de Juan volaba por valles y montañas, campos y ciudades, envuelto en el rugido de una locomotora.
Noviembre de 1961
Juan continuaba observando todo desde su escondite, el viejo cuartito donde se guardaban las pelotas, redes y otros elementos que los jóvenes del pueblo utilizaban en el club. Intentaba no perder ningún detalle de lo que veía, pero a menudo el olor a cuero viejo y polvo que impregnaba el lugar lo distraía. El Deportivo San Marcos, centro cultural y recreativo del pueblo del mismo nombre, no era más que una canchita al aire libre rodeada de tribunas de madera y un edificio central con el portón que daba a la calle, donde estaban los vestuarios, una oficinita, el bar y el sucucho donde Juan se había metido. En el club practicaban deportes los alumnos de la escuela, los viejos ocupaban religiosamente todos los martes el espacio cedido para su cancha de bochas (después de lo de la plaza central, con Vicente pasando la noche a la sombra y todo aquél escándalo), los vecinos del pueblo hacían sus picados y se realizaban las fiestas: cumpleaños de quince, bautismos, casamientos, carnavales, kermeses y cuanta juerga se organizara. Juan podía ver, todavía, los restos de las guirnaldas de la fiesta de casamiento del hijo de Octavio. El recuerdo del brindis lo distrajo otra vez: se había puesto traje y todo, y todavía lo andaban llamando pingüino por el barrio.
- A ver señores… por favor, un poco de calma.
La voz del intendente lo devolvió a la realidad y se acomodó mejor para poder observarlo. El tipo, de impecable traje claro y zapatos relucientes, sudaba a gota gorda mientras trataba de calmar a las cuatrocientas almas que llenaban las gradas. Varios hombres lo rodeaban. Más atrás, aguardaba un militar con dos soldados pegaditos a los talones.
- …todos sabemos que esta situación, así como está, no puede seguir. Todos vimos la televisión y escuchamos la radio y sabemos que en otras partes pasa lo mismo. Acá hay intereses que ustedes ni conocen. Lo que esta gente está haciendo es perjudicar al país, y en este caso, al pueblo de San Marcos. Y eso no lo podemos permitir…
La gente escuchaba al intendente y se miraba entre sí. La huelga de los ferroviarios llevaba ya varias semanas. La televisión y la radio no habían cesado en comunicar las pérdidas millonarias que el tren le generaba al país. El mismísimo presidente Frondizi había explicado que el déficit era insostenible. Había que recortar ramales, talleres y personal ferroviario. Uno de esos ramales era el que pasaba por San Marcos, donde había, dicho sea de paso, un taller y muchos ferroviarios. A sus habitantes les había parecido bien eso de modernizar el país, salvo la parte en que debían perder la estación y el tren que los comunicaba con la capital de la provincia. Tampoco les había hecho mucha gracia el cierre del taller, del que dependían 150 familias de forma directa, sin contar en cómo repercutiría aquello en la economía local. Así que cuando los ferroviarios fueron a la huelga, el pueblo los apoyó. Kermeses, fondos de huelga, marchas, fiados en los comercios. Pero el gobierno proscribió la huelga y puso a los ferroviarios bajo la órbita militar en todo el país: rango militar, justicia militar, y a manejar locomotoras sin chistar. Qué tanto alboroto. Y ni siquiera así. Tercos como mulas, los trabajadores se convirtieron en prófugos y se escapaban del ejército, escondiéndose en casas cercanas, campos, cementerios, baldíos, evitando que los llevaran a hacer andar los trenes a punta de fusil. La gente los protegía, y el ejército lo sabía.
Así que allí estaban, con todos los vecinos que habían podido encontrar, chupando frío en la canchita del San Marcos, con el intendente tratando de conciliar las partes, mientras sudaba océanos, mientras hablaba de rentabilidad, déficit fiscal, reestructuración del sistema de transporte y actualización de infraestructura obsoleta, y un par de militares con cara de que la cosa iba en serio, por si a alguno le quedaban dudas. El intendente sabía que nadie se iba a parar delante de todos a delatar donde se escondían los prófugos (que por otra parte eran sus propios vecinos), pero sí podía intentar quebrar el apoyo de los habitantes de San Marcos a la huelga. El pueblo venía mal hacía un par de años y un plan de obras públicas (el intendente creía que de eso se trataba, al fin y al cabo, todo el asunto) reflotaría la situación. Pero para eso, era necesario el plan de reestructuración. Y con esta idea en la mano, venía dale que dale hacía más de una hora.
Juan observó los murmullos y los pequeños grupos de debate que se habían formado en las gradas. La gente dudaba, evaluaba, discutía. Juan los entendía, con el ejército de por medio la cosa no daba para ir apadrinando proscritos. Ya habían hecho bastante. Les avisaría a los demás cómo venía la mano.
De pronto, tronó una voz desde el centro mismo de la tribuna. No fue tanto por su potencia sino por el silencio hecho por las demás voces, que Juan la oyó y se frenó en seco. Había reconocido el relincho del Vasco.
Como un dominó, una a una las cabezas empezaron a girar hacia donde provenía la voz. El viejo tenía un temperamento de mierda, de eso a Juan no le cabía la menor duda. Todavía recordaba los coscorrones que le había dado hacía años por espiarle la hija, la Gallega (no podía haber llevado otro sobrenombre) quien ahora le sostenía una mano. Su padre había pasado desapercibido, casi escondido, pero a la vista de todos, en el centro de las gradas, durante toda la discusión. Pero ahora la cosa había cambiado, y las miradas comenzaban a apuntarle.
Resulta que el Vasco era vasco de verdad. Hablaba un idioma raro que nadie en el pueblo entendía, salvo su hija. La cantidad de castellano en sus frases era inversamente proporcional a la calentura que tuviera el viejo en el momento, así que por lo general no se le entendía ni jota. De cualquier forma, no era de esos tipos que abrían la boca por cualquier cosa. Para la mayoría, el viejo estaba ahí desde mucho tiempo antes que ellos y había alcanzado ese extraño escalafón al que se llega en una comunidad cuando padres y abuelos dicen de alguien: “Con fulano no se jode”, aunque nadie aclare por qué. Juan había escuchado historias acerca del Vasco: que se había escapado de la guerra en España hacía como treinta años, que no había dejado que la hija se casara con nadie, que era el que le había envenenado las gallinas a los Quintana y cosas por el estilo. Para él, sin embargo, era un viejo de mierda. Había armado un quilombo bárbaro cuando le hicieron las vías pegadas a su campito y siempre que podía se la agarraba con alguno del taller. Ahora parecía que se le había dado por la oratoria. Más que frases y palabras, emitía una especie de graznido, mientras agitaba su boina con una mano y a la pobre Gallega con la otra, que lo sostenía para que no se cayera. Nadie entendía qué era lo que decía, pero Juan, que lo conocía (o creía conocerlo) pensó que no podía ser nada bueno para los huelguistas. Iba a tirarles todo el pueblo encima. Vasco de mierda, ahora se las iba a cobrar todas juntas. Lo de las vías en el campito, la agarrada con Martín, lo de la hija. Todas.
Algo así debió pensar el intendente. Se adelantó algunos pasos, con una mano en el bolsillo del pantalón y con un andar como si caminara hacia la barra en un bar. O así le pareció a Juan.
- Quisiera saber qué es lo que el señor tiene para decir…
La Gallega miró a su padre, quien le hizo un gesto evidente para que le tradujera. Estaba blanca y miraba a los vecinos como pidiendo auxilio. La gente la alentaba por lo bajo, pero ella parecía que no se decidía. El padre volvió a tironearle de la mano y le señaló el frente. El funcionario comenzó a perder la paciencia. Como quien le señala dos tomates a un verdulero o un maestro que descubre al alumno del fondo que está copiándose el examen, el tipo la señaló moviendo el dedito mientras la apuraba con cierto tonito prepotente.
- A ver, a ver, usté señora o señorita, qué dice el abuelo…
Juan vio la cara de la Gallega cuando se volvió hacia el tipo, mirándole el dedito y luego a los ojos. Este también la vio, pero antes de que pudiera reaccionar, la muchacha decidió hacer valer su apodo.
- Mi padre dice que no se cruzó medio océano para escuchar la mierda que está escuchando de un gilipollas como usted, que no entiende nada de nada. Que quién coño se ha creído usted que es, que esto es San Marcos, y que se vaya a tomar por culo usted, sus putos soldados y toda esa mierda de la modernización. Eso dice.
Juan miró al Vasco como si lo hiciera por primera vez en su vida. Le pareció una roca clavada en medio de la tribuna, en medio del pueblo. Y los vecinos de San Marcos, empezaron a reagruparse alrededor de aquella roca, mientras Juan se escabullía, y se decía a sí mismo que la Gallega estaba más linda que cuando la espiaba por la ventana, hacía ya algunos años.
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