domingo, 11 de julio de 2010

Una forma de contar la Historia (en relación al proyecto narrativo)

Seguramente no tiene nada que ver con la historia que elija para nuestro "proyecto narrativo": ni la época, ni la situación, ni los personajes. Pero si quisiera rescatar la forma, el tono utilizado en esta historia para narrar un episodio de la Historia. Y sobre todo, la construcción de los héroes, los que figuran en las enciclopedias y los que no. Transcribo los dos primeros capítulos de este cuento, que no es muy largo realmente, y aunque quizás esto quede medio extenso para un blog, se lee rápido y expresa lo que intento transmitir.

La sombra del águila, de Arturo Pérez Reverte, narra una historia ficticia basada en un hecho real: Durante la campaña de Rusia de 1812, en un combate adverso para las tropas napoleónicas, un batallón de antiguos prisioneros españoles, enrolados a la fuerza en el ejército francés, intenta desertar, pasándose a los rusos. Interpretando erróneamente el movimiento, el Emperador lo toma por un acto de heroísmo y ordena en su auxilio una carga de caballería que tendrá imprevisibles consecuencias.

1. El flanco derecho

Estaba allí, de pie sobre la colina, y al fondo ardía Sbodonovo. Estaba allí, pequeño y gris con su capote de cazadores de la Guardia, rodeado de plumas y entorchados, gerifaltes y edecanes, maldiciendo entre dientes con el catalejo incrustado bajo una ceja, porque el humo no le dejaba ver lo que ocurría en el flanco derecho. Estaba allí igual que en las estampas iluminadas, tranquilo y frío como la madre que lo parió, dando órdenes sin volverse, en voz baja, con el sombrero calado, mientras los mariscales, secretarios, ordenanzas y correveidiles se inclinaban respetuosamente a su alrededor. Sí, Sire. En efecto, Sire. Faltaba más, Sire. Y anotaban apresuradamente despachos en hojas de papel, y batidores a caballo con uniforme de húsar apretaban los dientes bajo el barbuquejo del colbac y se persignaban mentalmente antes de picar espuelas y salir disparados ladera abajo entre el humo y los cañonazos, llevando las órdenes, quienes llegaban vivos, a los regimientos de primera línea. La mitad de las veces los despachos estaban garabateados con tanta prisa que nadie entendía una palabra, y las órdenes se cumplían al revés, y así nos lucía el pelo aquella mañana. Pero él no se inmutaba: seguía plantado en la cima de su colina como quien está en la cima del mundo. Él arriba y nosotros abajo viéndolas venir de todos los colores y tamaños. Le Petit Caporal, el Pequeño Cabo, lo llamaban los veteranos de su Vieja Guardia. Nosotros lo llamábamos de otra manera. El Maldito Enano, por ejemplo. O Le Petit Cabrón.

Le pasó el catalejo al mariscal Lafleur, siempre sonriente y untuoso, pegado a él como su sombra, quien igual le proporcionaba un mapa, que la caja de rapé, que le mamporreaba sin empacho fulanas de lujo en los vivacs, y blasfemó en corso algo del tipo sapristi de la puttana di Dio, o quizá fuera lasaña di la merda di Milano; con el estruendo de cañonazos era imposible cogerle el punto al Ilustre.

-¿Alguien puede decirme -se había vuelto hacia sus edecanes, pálido y rechoncho, y los fulminaba con aquellos ojos suyos que parecían carbones ardiendo cuando se le atravesaba algo en el gaznate- qué diablos está pasando en el flanco derecho?

Los mariscales se hacían de nuevas o aparentaban estar muy ocupados mirando los mapas. Otros, los más avisados, se llevaban la mano a la oreja como si el cañoneo no les hubiera dejado oír la pregunta. Por fin se adelantó un coronel de cazadores a caballo, joven y patilludo, que había estado abajo: ida y vuelta y los ojos como platos, sin chacó y con el uniforme verde hecho una lástima, pero en razonable estado de salud. De vez en cuando se daba golpecitos en la cara tiznada de humo porque aún no se lo creía, lo de seguir vivo.

-La progresión se ve entorpecida, Sire.

Aquello era un descarado eufemismo. Era igual que, supongamos, decir: «Luis XVI se cortó al afeitarse, Sire». O: «el príncipe Fernando de España es un hombre de honestidad discutible, Sire». La progresión, como sabía todo el mundo a aquellas alturas, se veía entorpecida porque la artillería rusa había machacado concienzudamente a dos regimientos de infantería de línea a primera hora de la mañana, sólo un rato antes de que la caballería cosaca hiciera filetes, literalmente, a un escuadrón del Tercero de Húsares y a otro de lanceros polacos. Sbodonovo estaba a menos de una legua, pero igual daba que estuviese en el fin del mundo. El flanco derecho era una piltrafa, y tras cuatro horas de aguantar el cañoneo se batía en retirada entre los rastrojos humeantes de los maizales arrasados por la artillería. No se puede ganar siempre, había dicho el general Le Cimbel, que mandaba la división, cinco segundos antes de que una granada rusa le arrancara la cabeza, pobre y bravo imbécil, toda la mañana llamándonos muchachos y valientes hijos de Francia, tenez les gars, sus y a ellos, la gloria y todo eso. Ahora Le Cimbel tenía el cuerpo tan lleno de gloria como los otros dos mil infelices tirados un poco por aquí y por allá frente a las arruinadas casitas blancas de Sbodonovo, mientras los cosacos, animados por el vodka, les registraban los bolsillos rematando a sablazos a los que aún coleaban. La progresión entorpecida. Agárreme de aquí, mi coronel.

-¿Y Ney? -el Ilustre estaba furioso. Por la mañana le había escrito a Nosequién que esperaba dormir en Sbodonovo esa misma noche, y en Moscú el viernes. Ahora se daba cuenta de que todavía iba a tardar un rato-. ¿Qué pasa con Ney?

Aquella era otra. Las tropas que mandaba Ney habían tomado tres veces a la bayoneta, y vuelto a perder en memorable carnicería -línea y media en el boletín del Gran Ejercito al día siguiente-, la granja que dominaba el vado del Vorosik. Por allí se nos estaban colando los escuadrones de caballería rusos uno tras otro, como en un desfile, todos invariablemente rumbo al flanco derecho. Que a esas horas aún se llamaba flanco derecho como podría llamarse Desastre Derecho o Gran Matadero Según Se Va A La Derecha.

Entonces, empujando una gruesa línea de nubes plomizas que negreaba en el horizonte, un viento frío y húmedo empezó a soplar desde el este, abriendo brechas en la humareda de pólvora e incendios que cubría el valle. El Ilustre extendió una mano, requiriendo el catalejo, y oteó el panorama con un movimiento semicircular -el mismo que hizo ante la rada de Abukir cuando dijo aquello de «Nelson nos ha jodido bien»- mientras los mariscales se preparaban lo mejor que podían para encajar la bronca que iba a caerles encima de un momento a otro. De pronto el catalejo se detuvo, fijo en un punto. El Enano apartó un instante el ojo de la lente, se lo frotó, incrédulo, y volvió a mirar.

-¿Alguien puede decirme qué diantre es eso?

Y señaló hacia el valle con un dedo imperioso e imperial, el que había utilizado para señalar las Pirámides cuando aquello de los cuarenta siglos o -en otro orden de cosasel catre a María Valewska. Todos los mariscales se apresuraron a mirar en aquella dirección, e inmediatamente brotó un coro de mondieus, sacrebleus y nomdedieus. Porque allí, bajo el humo y el estremecedor ronquido de las bombas rusas, entre los cadáveres que el flanco derecho había dejado atrás en el desorden de la retirada, en mitad del infierno desatado frente a Sbodonovo, un solitario, patético y enternecedor batallón con las guerreras azules de la infantería francesa de línea, avanzaba en buen orden, águila al viento y erizado de bayonetas, en línea recta hacia el enemigo.

Hasta el Ilustre se había quedado sin habla. Durante unos interminables segundos mantuvo la vista fija en aquel batallón. Sus rasgos pálidos se habían endurecido, marcándole los músculos en las mandíbulas, y los ojos de águila se entornaron mientras una profunda arruga vertical le surcaba el entrecejo, bajo el sombrero, como un hachazo.

-Se han vu-vuelto lo-locos -dijo el general Labraguette, un tipo del Estado Mayor que siempre tartamudeaba bajo el fuego y en los burdeles, porque en la campaña de Italia lo había sorprendido un bombardeo austríaco en una casa de putas-. Completamente lo-locos, Si-Sire.

El Enano mantuvo la mirada fija en el solitario batallón, sin responder. Después movió lento y majestuoso la augusta cabeza, la misma -evidentemente- en la que él mismo se había ceñido la corona imperial aquel día en Nótre Dame, tras arrancarla de las manos del papa Clemente VII, inútil y viejo chocho, ignorante de con quién se jugaba los cuartos. Fíate de los corsos y no corras. Que se lo preguntaran, si no, a Carlos IV el ex-rey de España. O a Godoy, aquel fulano grande y simpaticote con hechuras de semental. El macró de su legítima.

-No -lijo por fin en voz baja, en un tono admirado y reflexivo a la vez-. No son locos, Labraguette -el Petit se metió una mano entre los botones del chaleco, bajo los pliegues del capote gris, y su voz se estremeció de orgullo-. Son soldados, ¿comprende?... Soldados franceses de la Francia. Héroes oscuros, anónimos, que con sus bayonetas forjan la percha donde yo cuelgo la gloria... -sonrió, enternecido, casi con los ojos húmedos-. Mi buena, vieja y fiel infantería.

Iluminada fugazmente desde su interior por los relámpagos de las explosiones, la humareda del combate ocultó por un momento la visión del campo de batalla, y todos, en la colina, se estremecieron de inquietud. En aquel instante, la suerte del pequeño batallón, su epopeya osada y singular, la inutilidad de tan sublime sacrificio, acaparaban hasta el último de los pensamientos. Entonces el viento arrancó jirones de humo abriendo algunos claros en la humareda, y todos los pechos galoneados de oro, alamares y relucientes botonaduras, todos los estómagos bien cebados del mariscalato en pleno, exhalaron al unísono un suspiro de alivio. El batallón seguía allí, firme ante las líneas rusas, tan cerca que en poco tiempo llegaría a distancia suficiente para cargar a la bayoneta.

-Un hermoso su-suicidio -murmuró conmovido el general Labraguette, sorbiéndose con disimulo una lágrima. A su alrededor, los otros mariscales, generales y edecanes asentían graves con la cabeza. El heroísmo ajeno siempre conmueve una barbaridad.

Aquellas palabras rompieron el estado de hipnosis en que parecía sumido el Ilustre.

-¿Suicidio? -dijo sin apartar los ojos del campo de batalla, y soltó una breve risa sarcástica y resuelta, la misma del 18 Brumario, cuando sus granaderos hacían saltar por la ventana a los padres de la patria pinchándolos con las bayonetas en el culo-. Usted se equivoca, Labraguette. Es el honor de Francia -miró a su alrededor como si despertara de un sueño y alzó una mano-. ¡Alaix!

El coronel Alaix, que coordinaba las misiones de enlace, dio un paso al frente y se quitó el sombrero. Era un individuo de ascendencia aristocrática, relamido y pulcro, que lucía un aparatoso mostacho rizado en los extremos.

-¿Sire?

-Averígüeme quiénes son esos valientes.

-Inmediatamente, Sire.

Alaix montó a caballo y galopó ladera abajo, mientras todos en la colina se mordían los galones de impaciencia. Al poco rato estaba de vuelta, sin aliento, con un agujero en mitad de la escarapela tricolor que lucía en el emplumado sombrero. Saltó del caballo antes de que este se detuviera encabritado entre una nube de polvo, imitando la pose del jinete de cierto conocido cuadro de Gericault. Alaix tenía fama de numerero y fantasma, y nadie lo tragaba en el Estado Mayor. A todos los mariscales les habría encantado verlo partirse una pierna al desmontar.

El Ilustre lo fulminaba con la mirada, impaciente.

-¿Y bien, Alaix?

-No se lo va a creer, Sire -el coronel escupía polvo al hablar-. No se lo va a creer.

-Lo creeré, Alaix. Desembuche.

-No se lo va a creer.

-Le aseguro que sí. Venga.

-Es que es increíble, Sire.

-Alaix -el Ilustre daba impacientes golpecitos sobre el cristal del catalejo-. Le recuerdo que al duque de Enghien lo hice fusilar por menos de eso. Y que con esa mierda de flanco derecho deben de quedar cantidad de vacantes de sargento de cocinas...

Los generales se daban con el codo y sonreían, cómplices. Ya era hora de que le metieran un paquete a aquel gilipollas. Alaix suspiró hondo, hundió la cabeza entre los entorchados de los hombros y se miró la punta del sable.

-Españoles, Sire.

El catalejo fue a caer entre las botas del Ilustre. Un par de mariscales de Francia se abalanzaron a recogerlo, con presencia de ánimo admirable pero estéril. El Enano estaba demasiado boquiabierto para reparar en el detalle.

-Repita eso, Alaix.

Alaix sacó un pañuelo para secarse la frente. Le caían gotas de sudor como puños.

-Españoles, Sire. El 326 batallón de Infantería de Línea, ¿recuerda?... Voluntarios. Aquellos tipos que se alistaron en Dinamarca.

Como obedeciendo a una señal, todos cuantos se hallaban en lo alto de la colina miraron de nuevo hacia el valle. Bajo los remolinos de humo, en filas compactas entre las que relucían sus bayonetas, haciendo caso omiso del diluvio de fuego que levantaba surtidores de tierra y metralla a su alrededor, marchando a través de los rastrojos de maizal sembrados de cadáveres, el 526 batallón de Infantería de Línea -o sea, nosotros- proseguía imperturbable su lento avance solitario hacia los cañones rusos.

II. El 326 de Línea

Hasta ese momento habíamos tenido suerte: las granadas rusas pasaban altas, roncando sobre nuestros chacós, con una especie de raaas-zaca parecido al rasgarse de una tela, antes de reventar con un ruido sordo, primero, y algo parecido a una pila de objetos de hojalata cayéndose después. Cling clang. Hacían como cling clang y eso era lo malo, porque en realidad el ruido lo levantaba la metralla saltando de acá para allá: algo muy desagradable. Y aunque aún no habíamos tenido impactos directos sobre la formación, de vez en cuando alguno de nosotros lanzaba un grito, llamaba a su madre o blasfemaba, yéndose al suelo con una esquirla en el cuerpo. Poca cosa, de todos modos; apenas seis o siete heridos que, en su mayor parte, se incorporaban cojeando a las filas. Era curioso. Otras veces, al primer rasguño que justificara el asunto, cualquiera de nosotros se quedaba tumbado, dispuesto a quitarse de en medio. Pero aquella mañana, en Sbodonovo, nadie que pudiera tenerse en pie se quedaba atrás. Hay que ver lo que son las cosas de la vida.

Había un humo de mil diablos, y nos estrechábamos cada uno contra el hombro del compañero, apretando los dientes y las manos crispadas en torno al fusil con la bayoneta calada. Raas-taca-bum-cling-clang una y otra vez, y nosotros procurando mantener el paso y la formación a pesar de lo que estaba cayendo. Varias filas por delante veíamos el sombrero del capitán García, buen tipo, un chusquero valiente, pequeñajo y duro como la madre que lo parió, de Soria, con aquellas patillas enormes, de boca de hacha, que casi le tapaban la cara. Raas-zaca-bum-cling-clang. Llevaba el sable en alto y de vez en cuando se volvía a gritarnos algo, pero con aquel jaleo no se oía un carajo, mi capitán, lo único que teníamos claro era adónde i'bamos y para qué. A esas alturas suponíamos que los franchutes y los rusos y hasta el emperador de la China habrían visto ya nuestra maniobra y que algo tenía que pasar, pero con tanto humo y tanta leche no teníamos forma de saber lo que ocurría alrededor. Menos mal que a los artilleros ruskis debía de habérseles ido la mano con el vodka, porque tiraban fatal, y nosotros, los del segundo batallón del 326 de Línea, agradecíamos el humo que nos protegía un poco de vez en cuando.

Raaas-taca-bum. Tanto va el cántaro a la fuente. Cling-clang. La primera granada que nos acertó de lleno hizo un agujero en el ala izquierda de la formación y convirtió en casquería surtida al sargento Peláez y a dos fulanos de su pelotón. Pobre sargento. Todo aquel largo camino, de Écija a Dinamarca por la antigua ruta de los Tercios, y la encerrona de Seelandia, y el campo de prisioneros, y Europa a pinrel para terminar palmando frente a Sbodonovo como un idiota, con el Enano y sus mariscales allá atrás en la colina, mirándote por el catalejo. En julio de 1808, cuando el primer motín de la División del Norte contra las tropas francesas -hasta ese momento aliadas-, fue Peláez quien le voló el cerebro de un pistoletazo al comandante Dufour, el gabacho adjunto, que era un perfecto cantamañanas. Habían llegado órdenes de Bernadotte y Pontecorvo para que los 15.000 españoles destacados en Dinamarca jurásemos lealtad a Pepe Botella, es decir, José Bonaparte, hermano del Petit Cabrón, y varios de los regimientos dijimos que ni hasta arriba de jumilla. Que éramos españoles y que los alonsanfán verdes las habían segado. Déjennos volver a España y que cada chucho se lama su propio órgano, mesié, dicho en fino, o sea. Entonces, con la tropa medio amotinada, a Dufour no se le ocurrió otra cosa que darnos el cante con su acento circunflejo:

-¡Peggos espagnoles! ¡Tgaidogues!... ¡Jugagueis fidelidad al Empegadog y al gey de Espagna Gosé Bonapagte o segueis fusilados!

En ese plan se puso el franchute. Y a todo esto el coronel Olasso, que era un poco para allá, o sea afrancesado, dudaba entre una cosa y otra. Que si Dufour tiene razón, que si esto y que si lo otro, que si nuestro honor es la disciplina. Total: venga a marear la perdiz. Entonces Peláez solucionó la papeleta yéndose derecho a Dufour y alumbrándole la sesera sin decir esta boca es mía, y al coronel se le quitaron las dudas de golpe. Y es que no hay nada como un buen pistoletazo a bocajarro en el momento oportuno. Es mano de santo.

Raas-zaca-bum-cling-clang. Allí seguían los cañones rusos dale que te pego, y nosotros cada vez más cerca. El pobre Peláez se iba quedando atrás, charcutería fresca entre los maizales quemados, y había llovido mucho desde el follón de Dinamarca. Ustedes no están en antecedentes, claro, pero en su momento aquello dio mucho de qué hablar. Podría resumirse la historia en pocas líneas: Godoy lamiéndole las botas al Enano, Trafalgar, alianza hispano - francesa, quince regimientos españoles destacados en Dinamarca bajo el mando del marqués de La Romana, dos de mayo en Madrid y resulta que los aliados se convierten en sospechosos. Y el Emperador con la mosca tras la oreja.

-Vigílemelos, Bernadotte.

-Ala orden, Sire.

-Esos hijoputas ya son difíciles como aliados, así que cuando sepan que les estamos fusilando a los paisanos para que los pinte al óleo ese tipo, Goya, figúrese la que nos pueden organizar.

-Me lo figuro, Sire. Gente bárbara, inculta. Vuestra Majestad sabe lo que necesitan: un rey justo y noble, como vuestro augusto hermano José.

-Deje de darme coba y mueva el culo, Bernadotte. Lo hago a usted responsable.

Fue más o menos así. A todo esto, nosotros estábamos dispersos un poco por aquí y por allá guarneciendo Jutlandia y Fionia. Había pasado ya el tiempo feliz de las cogorzas de ginebra y las Gretchen rubias, de caderas confortables, que nos revolcábamos -a menudo ellas a nosotros- en los pajares locales. Ahora se olía próxima la chamusquina, las Gretchen se encerraban en sus casas con los legítimos, y los barcos ingleses patrullaban la costa sin que nosotros tuviésemos muy claro si había que darles candela cumpliendo órdenes o pedirles que nos recibieran a bordo para ir a España. El caso es que a partir de mayo los gabachos empezaron a desconfiar de nuestros contactos con los británicos. Que si usted le ha enviado un mensaje a aquel barco inglés. Que a usted qué coño le importa, Duchamp, lo que yo envíe o deje de enviar. Que si tal y que si cual, mondieu. Que yo me carteo con quien me da la gana. Que si su honog de soldado, Magtinez. Que si me voy a tener que cagar en tus muertos, franchute de mierda. Total. Empezaron a detener oficiales, a desarmar unidades y a exigirnos juramento de lealtad, que a esas alturas era como pedirle peras al olmo. En vista del panorama, La Romana nos hizo jurar que permaneceríamos fieles a Fernando VII y que íbamos a intentar llegar a España como fuera, para ajustarles allí las cuentas a los gabachos.

-Nos abrimos, López. Disponga la evacuación.

–A la orden, mi general.

-Hay que largarse con lo puesto y aprisa, así que avise a los jefes y oficiales. El plan es capturar Langeland y concentrar en la isla a nuestros quince mil hombres para embarcar en la flota inglesa y salir por pies.

-Espero que los británicos cumplan su palabra, mi general.

-Eso esperamos todos. Sería muy incómodo liar la que vamos a liar para quedarnos en tierra.

-Viva España, mi general.

-Que sí, que viva. Pero espabile.

Fue bonito para quienes lo lograron. Nos hicimos con Langeland en un golpe de mano y todas las unidades dispersas por la costa danesa recibieron orden de acudir allí como quien acaba de patear un avispero. Los primeros en llegar fueron los del Batallón Ligero de Barcelona, y siguieron otros, infiltrándose entre las líneas y guarniciones francesas, desarmando a sus adjuntos gabachos y a las tropas danesas que no se quitaban de en medio. En varias ocasiones hubo que aplicar sin contemplaciones el sistema Peláez, pero el caso fue que entre el 7 y el 13 de agosto, en una de las mayores evasiones de la historia militar -el tal Jenofonte sólo se largó de Persia con 810 hombres más-, 9.190 españoles lograron llegar a Langeland para embarcar en los buques ingleses. Lo malo es que otros 5.175 nos quedamos a medio camino: los Regimientos de Guadalajara y Asturias -apresados por los daneses en Seelandia tras el motín donde Peláez disparó su pistoletazo-, el Regimiento del Algarve -atrapado en la ratonera de JutIandia-, el destacamento que el mariscal Bernadotte tenía incorporado a su guardia personal, los heridos y los rezagados, amén de algunas pequeñas unidades que, como la nuestra, la sección ligera del Regimiento Montado de Villaviciosa, tuvieron mala suerte.

Lo cierto es que los de la Ligera estuvimos a punto de conseguirlo. Llegamos a la costa con el resto del regimiento y los daneses y los mondieus pegados a los talones, bang-bang y todo el mundo corriendo, maricón el último, para averiguar que los barcos daneses en los que íbamos a atravesar el brazo de mar hasta la isla se habían rajado, dejándonos sin transporte. Nuestros antiguos aliados estaban a punto de echarnos el guante como a los compañeros del Algarve, abandonados por sus jefes y conducidos hasta el embarcadero por un oscuro capitán con muchas agallas, el capitán Costa, donde tuvieron que rendirse -después de que Costa se pegara un tiro- cercados-por los franchutes y sus mamporreros danesel. A nosotros estaba a punto de ocurrirnos lo mismo, pero nuestro coronel Armendáriz, que a pesar de ser barón los tenía bien puestos y no estaba dispuesto a pudrirse en un pontón gabacho, ordenó echar los caballos al agua y cruzar el canal nadando, agarrados a las crines y a las sillas. Y allá fue el regimiento. Algunos se ahogaron, otros fueron alejados por la corriente, o les fallaron las fuerzas. Nosotros, los de la sección ligera, recibimos la orden de sacrificarnos para proteger a los que se iban.

-Te ha tocado, Jiménez. Cubrís la retirada.

-No jodas.

-Como te lo cuento.

Y allí nos quedamos a regañadientes, en la playa, cubriendo la retaguardia, aguantando como pudimos más por el qué dirán que por otra cosa, peleando a la desesperada hasta que la mayor parte del Villaviciosa estuvo a salvo en la isla. Entonces los pocos de nosotros que sabían nadar echaron a correr para tirarse al agua con los últimos caballos, a probar suerte, aunque de éstos ya no llegó ninguno. El resto hicimos de tripas corazón, levantamos los brazos y nos rendimos.

Fuimos a Hamburgo, a inaugurar un campo de prisioneros nuevecito y asqueroso, para comernos cuatro años a pulso, con otros infelices deportados de la guerra de España. Tiene gracia: después, cuando Napoleón se cayó con todo el equipo, los alemanes juraban y perjuraban que ellos siempre estuvieron contra el Petit Cabrón. Pero había cantidad de ellos en el ejército gabacho. En Hamburgo, sin ir más lejos, nos vigilaban centinelas alemanes y franceses, y cuando alguno de nosotros lograba evadirse, eran los vecinos de los pueblos cercanos los que muchas veces nos denunciaban, o nos devolvían al campo a patadas en el culo. Ahora tengo entendido que allí nadie recuerda que haya habido nunca un campo de prisioneros españoles en Hamburgo, y es que los Fritz son estupendos para el paso de la oca, pero andan siempre fatal de memoria. En fin. El caso es que estábamos bien jodidos en nuestro campo de prisioneros cuando, en 1812, al Enano va y se le ocurre invadir Rusia. Cuando se preparan invasiones a gran escala, la carne de cañón se cotiza bien. Así que los veteranos de la División del Norte que habíamos sobrevivido al frío, el tifus y la tuberculosis, tuvimos nuestra oportunidad: seguir pudriéndonos allí o combatir con uniforme gabacho.

-A ver. Voluntarios para Rusia.

-¿Para dónde?

-Para Rusia.

Dos mil y pico preguntamos dónde había que firmar. Después de todo, de perdidos al río. En cuanto a ríos, con la Grande Armée habíamos terminado vadeando unos cuantos. La santa Rusia estaba llena de rusos que nos disparaban y de malditos ríos donde nos mojábamos las botas. Antes del Moskova y Moscú, el último era aquel Vorosik que circundaba en parte Sbodonovo, por cuyo vado seguían colándose los escuadrones de cosacos que tenían el flanco derecho francés hecho una piltrafa, mientras en su colina del puesto de mando el Petit nos miraba admirado por el catalejo, preguntándole a Alaix quiénes coño éramos esos tipos estupendos que, a pesar de la que nos estaba cayendo encima, avanzábamos imperturbables, en perfecto orden, hacia las líneas enemigas.

Y sin embargo, la respuesta era sencilla. En medio del desastre del flanco derecho del ejército napoleónico, cruzando los maizales batidos por la artillería rusa, en formación y a paso de ataque, los cuatrocientos cincuenta españoles del segundo batallón del 326 de Infantería de Línea, no efectuábamos, en rigor, un acto de heroísmo. Para qué vamos a ponernos flores a estas alturas del asunto. La cosa era mucho más simple: ningún herido que pudiera andar se quedaba atrás, y avanzábamos en línea recta hacia las posiciones rusas, porque estábamos intentando desertar en masa. Aprovechando el barullo de la batalla, el segundo del 326, en buen orden y con tambores y banderas al viento, se estaba pasando al enemigo. Con dos cojones.

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