Noviembre de 1989
Todos lo sabían, se lo había pronosticado, era un secreto a voces. Era cuestión de tiempo. Quizás, hasta fuera necesario. Pero eso no impidió que al mirar las imágenes en el televisor del bar, Juan se sintiera como huérfano. Había pasado la mayor parte de su vida viviendo, sintiendo, creyendo en algo que se le estaba cayendo a pedazos en la cara, en colores, y en vivo y en directo.
Junto con el Muro, algo se desmoronó, también, dentro suyo. Aquello que había resistido, imbatible, a todo. A las críticas mordaces, las ironías, las miradas despectivas de los que creen ver a un loco. Pero también había enfrentado cosas mucho más concretas: aprietes, golpizas y persecuciones. Nunca había sido un fanático, ni un obsecuente, todo lo contrario. Sabía que allá, lejos, no se vivía precisamente un paraíso. Había tenido más de una diferencia con el Partido. El de allá y el de acá. Pero esto no tenía que ver con partidos, política ni un carajo. Se trataba de identidades. Se trataba de una forma de ver el mundo, de un lugar donde pararse frente a toda la mierda que lo rodeaba. Y allá, lejos, detrás de aquél muro, estaba el Lugar. Una tierra donde alguien, alguna vez, había intentado otra cosa. Donde por primera vez en la historia, los trabajadores habían ganado y gobernaban. No era poca cosa. No para Juan.
No le importo que alguien de la televisión dijera que era el Fin de la Historia. Sabía que se iban a hacer un picnic con todo eso. Pero cuando Joaquín, su compañero, sentado a su lado, sentenció, comprensivo: “Es que eso no podía funcionar…”, sintió como si le hubieran quitado la silla donde estaba sentado. Tuvo que apoyarse en la mesa. De reojo, miró a su alrededor. Allí estaba Roberto, el chofer, sentado con su café que siempre se le enfriaba. Ramirez, el sereno de la estación de servicio, haciendo tiempo para ir a trabajar. Alfaro y un par de compañeros de la municipalidad, como siempre, junto a la ventana, con la camioneta estacionada al lado. Y Joaquín, del taller. Sintió cómo las miradas le quemaban la nuca. Todos sabían quién era él. O más importante, qué era él. Quizás nadie lo estuviera mirando realmente, pero él así lo sentía. Mire, Juan. ¿Lo ve? ¿Ve lo que sucede? ¿Ve que no funciona? ¿Lo ve, Juan? ¿Lo ve?
Se levanto como quien se eleva por sobre una montaña de escombros, erguido, con los ojos vidriosos. Ahora sí lo estaban mirando. Tomo la última caña, dejó el vaso sobre la mesa, se puso la campera, observó a todos en silencio y salió.
En la calle no había un alma. Se anudó la bufanda y caminó rumbo al taller. Le pareció que los colores del pueblo y del mundo se habían vuelto un poco más opacos. Debe ser la bebida, pensó.
1 comentarios:
Hola Pablo, que buen trabajo hiciste con tu historia! Realmente me gustó mucho.
Es muy interesante cómo podés reconstruir toda una vida, y aún más, toda una visión sobre la vida a partir de las anécdotas de Juan y sus compañeros.
También me resulta muy llamativa la forma precisa en la que caracterizás cada personaje secundario, a veces solo con un gesto o un rasgo físico. Incluso la ironía de algunos pasajes se ajusta muy bien al tono del relato (no es forzada ni caprichosa), y eso es difícil de lograr.
Creo que no hace falta explicar más sobre el desmoronamiento del "muro de Juan", el relato que hacés en el fragmento 5 es bastante elocuente.
Nos vemos mañana, saludos!
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