Custodiando el laberinto de vallas que rodea la entrada, una enorme vaca de metal observa, inmóvil, el sol que cae. Pago al custodio el derecho a ingresar, el acceso a la sabiduría tiene su precio. Mientras atravieso el laberinto vuelvo a observar la vaca. Parece sonreír. Cruzo el arco de la entrada y ante mí, se despliegan las primeras alfombras rojas.
Un mapa-pared me indica que todo el lugar está dividido en pabellones de colores, por temas y zonas de interés. Sé que terminaré el recorrido sin haber entendido cómo es la división y sin que los mapas-pared me hayan servido de mucho, así que decido trazar un recorrido al azar. Navegaré en un mar de gente, mientras me detengo en algunas costas a descubrir a los habitantes y maravillas de este extraño lugar.
Me choco con una construcción enorme con pantallas, figuras de cartón tamaño real y mucho, pero mucho celeste y blanco. El espíritu del Bicentenario me envuelve, mientras observo los dibujos de Caloi en las paredes que se mezclan con las citas de algunos próceres. Mientras trato de encontrar la relación, me llama la atención la mesita del Ejército Argentino. Dos jóvenes de impecable uniforme reparten folletos y custodian una pequeña estantería con material bibliográfico sobre las fuerzas armadas. Pocos se acercan, y eso que bien visibles, sobre la mesa, hay dos libros: no logro entender bien los títulos, pero claramente resaltan las frases “Malvinas” y “Derechos Humanos”. La Fuerza Aérea parece que no vino y la Armada le dejó su lugar a la Prefectura Naval, cuyos representantes muestran contentos numerosos equipos de buzo a un grupete bastante numeroso de curiosos. Los del Ejército los observan, infantiles y un tantito celosos. Siento un poco de ternura al verlos, mientras me alejo, arrastrado por una ola de niños que corre hacia un pelotero auspiciado por una marca de sopa instantánea.
Llego a las costas del Brasil. “Orden y progreso” dice el lema de la bandera. Debajo encuentro guías para turistas, un libro con fotos de sus playas, un diccionario portugués-loquesea, una promotora que parece de aerolíneas y una postal con un Lula que te invita: “Vamos por una Brahma”. No puedo, don Lula. Tengo que seguir mi viaje.
Giro y me veo arrastrado por un grupo numeroso de señoras, todas con el mismo libro en la mano. Es algo sobre ángeles, religioso. Las mujeres avanzan un poco más y se forman en una fila zigzagueante e interminable que desconozco dónde desemboca. Quizás en el cielo, con el ángel de su libro, donde les firmará sus ejemplares. Huyo.
Necesito tomar aire. Salgo por una de las entradas laterales que dan a ningún lado. Tomo aire, mientras miro una camioneta de Canal 7 que transmite en unas pantallas gigantes. Un hombre fuma con cara de haber salido a fumar mientras alguien, probablemente su esposa, lo espera dentro. Sospecho que su hijo o hija está en el pelotero de la sopa. Vuelvo a ingresar.
Hay olor a comida. Veo un bar, que ocupa casi todo un lateral del pabellón. La gente sentada toma café y conversa. Seguramente esté la esposa del hombre que salió a fumar, esperando y leyendo su nuevo libro acerca de las propiedades curativas de la baba del tatú. Junto al bar, un local de música. Instrumentos, accesorios, CDs y DVDs. Tiene esos libritos con las tablaturas de las canciones, “cancioneros”, así que ya justificó su presencia en la Feria.
En un stand político, un vendedor le explica a dos chicas cuan interesante es el libro que sostiene en su mano. El joven comerciante hace gala de sus dotes explicativas y de su paciencia totalmente desinteresada. Casi se diría que sería capaz de regalarles el libro. Todo sea por la causa.
Un grupo de musulmanes me invita a tomar el te en sillones, de espaldas a un cuadro de la Meca. Un hombre amable, vestido de blanco, me enseña unos folletos. Tiene una pulserita roja y blanca de River Plate.
Un viejito relata historias en el espacio dedicado a la provincia de Santiago del Estero. Creo entender que cuenta historias de allá, frente a un micrófono y un vaso de agua. Tiene un librito en la mano, probablemente el que está presentando. Lo escuchan cinco personas que parecen haberse refugiado allí de la tormenta que se bate afuera. No hay paredes, pero pareciera que allí hay menos ruido.
Decido que ya es suficiente. El mapa-pared no me ayuda, es que no hay mapa de salida en un laberinto. Y a este lo protege una estúpida vaca de metal. Me toma un rato navegar por los bordes de los pabellones, pero al final, encuentro la salida.
-¿No compraste nada en la Feria del Libro?-
Había una oferta de libros para chicos, con dibujos grandes y colores: tres libros por 25 pesos. Pensé en mi ahijado, hace mucho que no lo veo. Decidí llevarle El Corsario Negro, Moby Dick y La isla del tesoro. Me gusta el mar, siempre tiene historias que contar. Como el viejo de Santiago del Estero.
0 comentarios:
Publicar un comentario